9.10.12

Evelyn Aguirre, una doctora a la moda*


Un Big Ben que marca siempre las seis rige la entrada a la ciudadela Londres, dentro del conjunto residencial Valle Alto. Allí tiene su casa la doctora Evelyn Aguirre.

Su hogar recuerda, a su vez, al barrio inglés de Camden Town por sus paredes coloridas y llenas de cuadros, además de lámparas con formas extravagantes. Si sumamos a esto su gran colección de sombreros, bufandas y bisutería, Aguirre parece una diseñadora de modas en lugar de odontóloga.

“Comencé a comprar los sombreros desde que vivo vía a la costa y empecé a viajar frecuentemente a la playa. Se los compraba a los señores que vendían en el peaje... me encantaban. Algunos no me calzaban y se me volaban, entonces pensé: ‘para no ir detrás del sombrero mejor me hago uno a mi medida’; fue ahí cuando descubrí que existía una marca en Ecuador que los hacía”, narra Evelyn. Su dueño, Alejandro Lecaro, le regaló por su cumpleaños el que ahora es su favorito y que lleva inscrito su nombre en la parte interior. Este sombrero, calificado como ‘Fino’, puede llegar a costar hasta 600 dólares y es fabricado a mano en serie limitada.

Actualmente Aguirre suma más de 60 gorros. Algunos son tradicionales, otros están elaborados con tejidos sintéticos, lana o lentejuelas. Hay uno de color blanco que tiene un loro pintado en un costado, otro lleva un cierre en lugar de la típica banda de tela. Entre la gama de colores destacan los fosforescentes; otros, por su sobriedad y elegancia. El tamaño varía, unos con ala corta y otros con ala larga, ideales para un día de sol.

“La bisutería nunca la he contado, tal vez son más de 50 collares. Algunos los he descartado porque son de semillas y se dañan por el calor y la humedad”. En cuanto a bufandas, la cantidad es similar. Una de ellas, su favorita, cumple una función doble ya que también es una especie de pasamontañas. La compró en Perú y le agrada su adaptabilidad, si hace frío cubre su cabeza y si hace calor rodea su cuello con ella.

Últimamente ha parado de adquirir bufandas porque muy pocas veces las puede usar en Guayaquil. “No voy mucho a la Sierra y por mi trabajo no puedo ausentarme. En las noches muy frías sí sirve ponérselas”. En cierta ocasión compró material para confeccionarlas ella misma y divertirse haciéndolo. “Las compro para vestir, para combinar. No todas son de lana y sirven como un accesorio más en lugar de un collar”.

Contrario al tratamiento normal que un coleccionista da a sus objetos, Aguirre usa a diario los que ha reunido hasta ahora. “Mis amigas me dicen que se me ven bien. Pienso que es cuestión de hacer la prueba. Hasta ahora nadie me ha dicho: ‘no te queda, quítatelo’”.

Evelyn cree que su gusto se ha vuelto una adicción. A veces no se da cuenta de que compra dos veces un sombrero, solo ve lo que le gusta y lo pide sin percatarse de que ya lo tiene.

“El sombrero de paja toquilla me hace sentir muy ecuatoriana, no lo cambiaría por el de paño o el de tejido artificial, va muy de acuerdo con lo que somos, nos representa”. Incluso tenía uno con la bandera de Ecuador y lo regaló porque se le hizo imposible decirle no a alguien que le dijo que le encantaba y quería tenerlo.

Recién comprados, los ‘Panama hats’ vienen doblados en una caja, pero un día que estaba lloviendo y ella no quería que se mojara el sombrero se le ocurrió colocarlo en su posición original y se dañó completamente. “Aprendí que no pueden pasar más de 48 horas envueltos porque se dobla la paja, el mío tuve que llevarlo a la fábrica para que lo reparen”.

El precio que ha pagado por los sombreros oscila entre los 25 y 55 dólares, aunque algunos le han costado hasta 80 dólares. “Yo no me fijo en el precio porque sé que les voy a dar un buen uso, aquí a la gente le parece raro que alguien use sombrero... hay la burla de si uno se va a subir a un caballo o se va a la playa”.

Aguirre guarda sus sombreros en un cuarto de su casa, uno encima de otro en una cama sin ocupar. “Me dicen que los guarde en un ambiente fresco. Sobre todo cuido que no se quiebre el ala, ya que puede tomar la forma del lugar donde se dejan. Hay que juntarlos de acuerdo con las tallas y al modelo para que no se dañen”.

Aclara que aunque no se niega a regalarlos cuando se lo piden, hay muchos que tienen recuerdos que están marcados por los eventos en los que los ha usado. “Yo no creo que tenga un límite, mi preocupación ahora es cuidar los que tengo, quiero hacer un mueble especial, no se pueden quedar sueltos. Podría tener 100 o 200. Siempre he pensado que la que terminará usándolos será mi hija, ella los heredará”.

(*) Publicado en la revista Expresiones del diario Expreso, el 9 de octubre de 2012.