15.9.14

Textos publicados en la revista Matavilela

Reseñas
La conversión mística de Coetzee (Los días de Jesús en la escuela, J.M. Coetzee) - 20 marzo 2017
Una madre en guerra (Precoz, de Ariana Harwicz) - 10 diciembre 2016
Narrar la oscuridad (Nefando, Mónica Ojeda) - 23 noviembre 2016
Pasión y crimen en la ciudad de la culpa (Hoteles del silencio, Javier Vásconez) - 22 octubre 2016
Una historia de crueldad y lucidez (Vinatería del Pacífico, César Dávila) - 8 septiembre 2015
La felicidad: manual de usuario (Instrucciones para ser feliz, M. J. Navia) - 3 agosto 2015
Obsesión y nostalgia en La Habana (Marilyn en el Caribe, Raúl Vallejo) - 7 julio 2015
Gótico californiano (True Detective 2, Nic Pizzolatto/Justin Lin) - 23 junio 2015
Las memorias leves de Margo Glantz (Yo también me acuerdo, M. Glantz) - 10 marzo 2015
Actualización del sistema operativo literario (Las redes invisibles, S. Robles) - 24 febrero 2015
Grietas en la guerra tecnológica (El recurso humano, N. Mavrakis) - 20 enero 2015
Escenas de una vida condenada (Vida de provincias, M. Yuste) - 20 enero 2015
Interstellar, un blockbuster para pensar en la humanidad (Interstellar, C. Nolan) - 25 noviembre 2014
Condena y redención en el Sur americano (Galveston, N. Pizzolatto) - 16 septiembre 2014
El procedimiento Knausgård. (Mi lucha, K. O. Knausgård) - 2 septiembre 2014
Una literatura sentimental. (Mis documentos, A. Zambra) - 15 abril 2014
HER, amor en tiempos hipster (HER, S. Jonze) - 27 enero 2014
Edén y Eva, una novela común (Edén y Eva, H. Ruales) - 15 enero 2014
La infancia de Jesús (La infancia de Jesús, J. M. Coetzee) - 25 diciembre 2013
Sexo y violencia, el vitalismo de Sasha Grey (La Sociedad Juliette, S. Grey) - 24 julio 2013
El factor Brad Pitt en la Guerra Z (Guerra Mundial Z, M. Forster/M. Brooks) - 3 julio 2013
La infancia como destino (Los peces no cierran los ojos, Erri de Luca) - 29 mayo 2013
Un ejercicio de melancolía (La luz difícil, T. González) - 13 marzo 2013
La guerra moral de Michael Haneke (Amour, M. Haneke) - 20 febrero 2013
El amor según Patti Smith (Just Kids, Patti Smith) - 14 febrero 2013
Oscurana, o la necesidad de una búsqueda (Oscurana, Luis Carlos Mussó) - 23 enero 2013

Entrevistas
J. M. Coetzee: "El mundo anglosajón ha sido barrido por una marea de histeria sobre la pedofilia" - 11 septiembre 2016
Tálata Rodríguez: "Internet es un libro que nadie va a leer completo jamás" - 6 septiembre 2016
El hombre, el autor y su cigarrillo. Entrevista a la artista sueca Szilvia Molnar - 5 agosto 2014
Diego Fonseca: "El mérito de la crónica es romper el mito de la objetividad periodística" - 8 julio 2014
El sufrimiento de ser el secreto mejor guardado. Entrevista a Eduardo Varas - 24 abril 2013
7 preguntas a Karina Sánchez, librera - 20 noviembre 2013
Mónica Varea, una librera optimista - 9 octubre 2013
Rafael Lugo: "Cuando termino de escribir siento el síndrome de abstinencia, el vacío" - 10 abril 2013
Aileen El-Kadi: "Los inmigrantes estamos redefiniendo a los EE UU" - 3 abril 2013
Jorge Luis Cáceres: "Lo extraño sería no ver el terror que nos rodea" - 27 marzo 2013
Denise Nader: "Debemos leer la ciencia ficción como espejo de nuestra vida" - 19 diciembre 2012
Peleando a la contra. Entrevista a Fernando Escobar Páez - 20 marzo 2013

Ensayos y artículos
Se pronuncia cotsía - 7 septiembre 2016
El escritor fantasma: redescubriendo a Marcelo Chiriboga - 15 marzo 2016
Elogio de la lectura - 20 agosto 2015
Literatura en pequeñas dosis (Sobre minificción y el festival Ciudad Mínima) - 22 julio 2015
Introducción para un especial supuestamente divertido sobre David F. Wallace - 11 septiembre 2013
Ecos del conversatorio "1/2 libro al año" - 28 agosto 2013
Feria del libro + Estado = Estado - 31 julio 2013
Fornicar y castigar (Sobre dos novelas de J.M. Coetzee) - 10 julio 2013
Larsson, o el thriller como pretexto (Sobre la trilogía Millenium, de S. Larsson) - 9 enero 2013
Concepto de Bildungsroman en Las cruces sobre el agua5 diciembre 2012
Matavilela, cultura desde el margen - 5 diciembre 2012

Traducciones
Es tu agua la que siempre he querido tomar. Poemas de Szilvia Molnar (Inglés) - 3 agosto 2015
Me niego a ser libre. Poemas de Cécile Coulon (Francés) - 23 junio 2015
Amputación de tejido vivo y saludable. Por Cláudia Costa (Portugués) - 3 febrero 2015
Nadie es más sentimental que Rodrigo. Por Cláudia Costa (Portugués) - 16 septiembre 2014
Una vida de mucha vergüenza. Por Cláudia Costa (Portugués) - 5 agosto 2014
Philip Roth: el enfant terrible de la literatura americana. Por Roger Hollander (Inglés) - 27 noviembre 2013

17.8.14

Antipop: La música sombría y sensible de Lana Del Rey, Lorde y Lykke Li*

¿Qué tienen en común Ella, una adolescente neozelandesa; Li, una veinteañera sueca; y Lizzy, otra veinteañera estadounidense? Las tres son cantantes y son populares, sí, pero ¿por qué lo son y qué significa que lo sean? Es decir, ¿es posible encontrar en la música pop un reflejo de las oscilaciones políticas y sociales de su entorno? ¿Hasta qué punto la música pop define a una sociedad y en qué momento es la sociedad misma la que produce sus propias estrellas?

Lorde, Lykke Li y Lana Del Rey, respectivamente, son los nombres artísticos de esta singular tríada de mujeres. Autoras y personajes a la vez de su propia vida, cada una de ellas representa, a su manera, muchos de los deseos y las frustraciones de la generación de los llamados millennials. Hay en ellas, sin embargo, cualidades que sobrepasan la superficialidad generalizada del pop y las convierte en agentes extraños de un sistema desgastado.

Linaje común
Esa máquina de hacer dinero, frívola y carente de ternura, como muchos piensan que es la música pop, tiene una historia más complicada de lo que podría creerse. El pop es, sobre todo, un género que apela a las ideas y a las emociones de una generación, y no, simplemente, a las de una masa de consumidores.

Madonna y Michael Jackson, quienes alguna vez ocuparon el muy merecido trono de la música pop y la devoción de personas en todo el mundo, son ahora dignos desaparecidos en combate, hologramas respetados e imitados. Sus herederos inmediatos (Britney Spears, Christina Aguilera, Justin Timberlake), surgieron como príncipes manufacturados por Disney y supieron sobrevivir de buena forma en esa sima que fue el cambio de milenio.

¿Qué hizo de Madonna una estrella pop? A decir del filósofo y ensayista Luis Diego Fernández, Madonna encarnaba un dandismo contemporáneo y reunía todos los elementos de su lógica: “El estilo (mutante), la distinción (en una época sin distinción alguna) y la burla de la norma, aun respetándola”. Hay en ella una belleza radical, de la carne. Aún más, Fernández no duda en describir su belleza como una voluntad de poder y a ella como una mujer fálica.

Britney Spears, la popstar por excelencia, nunca pudo superar el doble rol que la llevó a la gloria: la femme fatale y la girl next door. Su mandato conservador y complaciente acabó con la salida de Bush Jr. de la presidencia de Estados Unidos. Con Obama despuntaron, en cambio, otras figuras como Katy Perry, Lady Gaga y Miley Cyrus. Eclécticas, desbordantes y ambiciosas, estas nuevas estrellas representaban la apertura liberal del primer presidente afroamericano.

Lady Gaga, quien todavía es la imagen más sobresaliente del pop reciente, es una marca en sí misma. Es la popstar tecnológica y corporal al mismo tiempo. Pero también lo es de lo anormal, el símbolo de sus fans/monstruos que ven en ella la encarnación de la revuelta interna contra el poder que normaliza. Lo de Miley Cyrus, finalmente, no es más que la típica sobreexposición de la que no tiene nada que ofrecer y aún debe luchar contra sus propios demonios. Un remix palurdo que, no obstante, decae junto a las esperanzas puestas en Obama y pone en perspectiva, una vez más, el ocaso de un sistema.

Por el margen y a contracorriente
We live in cities you never see onscreen
‘Team’, Lorde

The power of youth is on my mind
Sunsets, small town, I’m out of time
‘Old Money’, Lana Del Rey

El prefijo “anti” no significa, en este caso, una posición opuesta, sino que funciona con el mismo sentido que en el término “antipapa”. Esta, la del antipapa, es una figura que pretende ejercer el mismo papel que el papa al que precede o al que intenta sustituir, pero sin cumplir con las normas que le son exigidas para su elección y sin poseer legitimidad alguna como representante de Dios (la venia, en tiempos antiguos, de un rey o emperador).

La función de este prefijo para motivos exclusivos de este artículo deriva de la explicación anterior. Se refiere a la condición de estrellas que sostienen cada una de estas tres cantantes a pesar de no responder a códigos como la belleza (que sigue una misma tipología), la capacidad performática (con énfasis en la habilidad para bailar) y la benignidad de su imagen (aun cuando se presente como negativa y bajo la supuesta influencia de agentes externos).

Este discurso en tríada emerge desde la periferia física del capitalismo corporativo, pero la paradoja del sistema, vista y aprovechada por dos de las tres cantantes, es que la periferia también es el centro. Entre ellas hay diferentes costumbres —y para Lykke Li, diferente idioma—, pero una misma cultura y similares entornos de formación: internet como ecosistema.

No es casual que talentos como el de Lorde y el de Lykke Li aparezcan en países tan lejanos como Suecia y Nueva Zelanda. El pop, a diferencia de otras manifestaciones culturales, es inherente a las sociedades libres. Lorde, de haber nacido en un país sudamericano como Ecuador, seguramente sería una artista con conciencia social de ritmos folk y curiosidades étnicas. Solo cuando una sociedad lo tiene todo puede acceder al lujo de formar una generación dispuesta a abandonar y reconquistar la libertad a su modo.

El antipop, entonces, es un pop que avanza a contracorriente, es político en dosis mínimas y se siente muy a gusto estando en el margen. En ese sentido, los álbumes debut de Lorde y de Lana Del Rey (Pure Heroine y Born to Die) pueden escucharse como manifiestos de una juventud ansiosa y llena de deseos.
Este sentido de ética de la periferia queda muy claro cuando se piensa en Bradley Soileau, el modelo que aparece a menudo en los videos de Lana Del Rey y lleva el cuerpo tatuado casi en su totalidad. Lana dijo de él: “Respeto que sea lo suficientemente libre de usar su cuerpo como lienzo. Tiene una frase sobre la guerra escrita en su frente. Me gusta que él supiera que eso lo alienaría de la sociedad y que no podría tener trabajos normales. Hizo una decisión consciente y manifestó físicamente que iba a estar al margen. Me gusta lo que aquello simboliza”.

Decadencia del sueño americano
“Money is a kind of poetry”(1), escribió alguna vez el poeta Wallace Stevens, y parece que Lana Del Rey lo entendió mejor que nadie. Ella vende nostalgia, hedonismo e idealización de la muerte. Es, como ella mismo se define, la ‘Lolita del gueto’, una ‘Nancy Sinatra gansteril’. Refleja como nadie más el pathos de esta época; no el espíritu, sino la materialización de su tristeza.

Es también la manifestación física del sueño americano y su imposibilidad, en las que la vida es una representación virtual que puede modificarse como en los libros de aventuras infantiles: “Todo lo bueno es real y no lo es, incluyéndome… Lo que sea que escojas como tu realidad es tu realidad”, dijo Lana en una entrevista.

Con los años, los temas que definen a Lana Del Rey pueden resumirse en inseguridad, sumisión, devoción de los íconos americanos y autodestrucción.

Hipsters
I’m talking about my generation
Talking about the newer nation
‘Brooklyn Baby’, Lana Del Rey

Lo hipster, en pocas palabras, es esa clase media altamente educada e informatizada que funciona como máquina recicladora de estéticas y fetiches de subculturas pasadas. Un ejemplo es el actor, director y escritor James Franco y sus innumerables proyectos artísticos. Entre la ironía y la sinceridad, Franco brinda la apariencia de que puede hacer lo que quiera sin importarle lo que piensen otros.

Ultraviolence, el segundo disco de Lana Del Rey (amiga de Franco, dicho sea de paso) es hipster en un sentido no peyorativo, ligeramente inclinado hacia el blues y el rock. Noir en el sentido del cine noir, como si Lana fuera el arquetipo de mujer herida, pero fuerte y autosuficiente, y se pusiera a cantar en lugar de narrar o ser narrada. Una mezcla entre Chandler y Carver. Producido por Dan Auerbach (vocalista y guitarrista de los Black Keys), Ultraviolence tiene la esencia de los músicos de Nashville (enclave de la música rock y country) que ayudaron en la grabación. Se nota un ligero retroceso del pop y los samples puestos para mover el cuerpo, y aparecen más guitarras eléctricas y la sensación de estar al límite de una balada rock. Como bien apuntó Duncan Cooper en la revista Fader, Lana parece haber hallado su lugar ideal entre el psych-rock y el narco swing.

Golpes íntimos
Hay una canción poco conocida del grupo sesentero The Crystals titulada ‘He Hit Me (And It Felt Like a Kiss)’(2). Hay otra, de los más contemporáneos Florence and the Machine, que dice “a kiss with a fist is better than none”(3). Por último, Lana Del Rey canta, versionando a The Crystals: “He hit me and it felt like true love”(4).

El tema aquí no es la perpetuación de la violencia contra la mujer ni la pasividad de estas. Más bien tiene que ver con lo que el director y guionista Max Landis confirmó cuando juntó a varios de sus amigos y les pidió que se golpeen uno al otro en la cara mientras él filmaba. El video puede verse en YouTube, junto a otro en el que Landis reflexiona sobre su proyecto diciendo que si la violencia es una forma de interacción social, un golpe recibido con permiso puede ser más íntimo que un beso.

Jóvenes millennials: solitarios, sinceros y aburridos
Maybe the Internet raised us
Or maybe people are jerks
‘A World Alone’, Lorde
Chuck Palahniuk escribió Fight Club —su mejor novela y una de las mejores de su época— con las ruinas de la Generación X: hombres y mujeres nacidos en la segunda mitad del siglo XX y criados con la televisión y la promesa de la fama. Para los nacidos en tiempos de la Generación Y, los millennials, un equivalente de Fight Club podría ser Her, la película dirigida por Spike Jonze. Allí está su tierra fértil: Internet y la promesa de que no iban a estar solos. Pero Her se desvanece en el aire de su propia estética hipster y su discurso limpio de ironía.
Descrita como una menos depresiva Lana Del Rey, Lorde personifica muy bien esta nueva mentalidad. Durante la ceremonia de ingreso de Nirvana al Rock and Roll Hall of Fame, en la que Lorde cantó ‘All Apologies’, Dave Grohl dijo que cuando vemos a nuestros héroes no deberíamos sentirnos intimidados, sino todo lo contrario: deberíamos saber que podemos lograr lo mismo que ellos. Esto es lo que la cantante neozelandesa representa para sus fans.

Al igual que Holden Caulfield, el personaje de J.D. Salinger que se ha convertido en un ícono de la juventud, Lorde interpela directamente a sus coetáneos al cantar sobre sí misma. Lo interesante es que ambos esquivan el sexo y las relaciones formales de pareja, y reniegan de las convenciones sociales.

Pure Heroine es un álbum conceptual y circular. Empieza con una pregunta casi retórica: “Don’t you think that is boring how people talk?” Y termina con una respuesta simple, genial, que resume el tema: “Let them talk”.

En la descripción del video de ‘Royals’, Lorde escribió: “Mucha gente piensa que los adolescentes viven en un mundo como el de Skins (…) pero la verdad es que la mitad del tiempo no estamos haciendo nada más divertido que jugar con encendedores, o esperar en alguna parada de mierda. Por eso es que esto tenía que ser real”.

La británica Marina Diamandis también canta sobre la dificultad de crecer. Pero lo que en Lorde es poético, o simplemente abstracto, en Marina es explícito, irónico y de una amargura casi vulgar.

Memorias tempranas
We count our dollars on the train to the party
And everyone who knows us know
That we’re fine with this
‘Royals’, Lorde

La escritora Mary Karr publicó hace poco en Twitter que los autores de memorias no deberían inflar sus historias, sino encontrar una manera de que su pequeña verdad se inflame dentro del lector. En un tuit distinto, citó a Don DeLillo, otro autor americano: “Los novelistas tienen ideas y elaboran acciones, los escritores de memorias tienen acciones y producen significados”.

Lorde, hija de la poeta Sonja Yelich, ha confesado que escribe desde muy pequeña: “Siempre he leído y he escrito cuentos (…) Creo que eso se quedó conmigo cuando escribía las canciones”. Más que poemas independientes, las canciones de Lorde parecen fragmentos de un solo texto, una autobiografía particular cuyos temas, extraídos de la fatiga y la confusión de ser adolescente, llegan directamente al corazón de jóvenes en todo el mundo occidental.

La trama amorosa
Be the ocean, where I unravel
Be my only, be the water where I’m wading
‘I Follow Rivers’, Lykke Li

Mientras que Lana Del Rey y Lykke Li le cantan al amor y sus variantes, Lorde lo evade: “La gente tiene la impresión de que creo que escribir sobre amor es vergonzoso. ¡No lo es! Solo no he encontrado una forma de hacerlo que sea poderosa e innovadora, por eso no lo hago”.

Angustia escandinava
Where the blue moon shines
Where the tears melt ice
I’ll die here as your phantom lover
‘I Never Learn’, Lykke Li

En su libro Mi lucha, el noruego Karl Ove Knausgaard describe su mudanza a Suecia y el shock que le produjo vivir en una sociedad planificada desde lo más mínimo: “Tanto dinero y cultura; todos tienen que ser exitosos aquí, todos se comportan ordenadamente. Todo en Suecia es normalidad, cualquier cosa diferente es anormal”. Y añade, en otro pasaje, que entre los valores que el Estado de bienestar ha trastocado están la masculinidad, la violencia y el dolor.

El Estado sueco, que se ha asegurado de repartir igualdad y felicidad, ha provocado, paradójicamente, un disgusto por la vida. Lykke Li, quien por lo demás es bastante convencional musicalmente, lleva publicados tres álbumes que ondulan entre el enamoramiento y su imposibilidad y los restos dejados por un corazón roto. Esto, que podría parecer sentimental y victimista en exceso, para una sociedad como la sueca significa tomar partido por lo inaudito: el desconsuelo, la soledad y la afirmación de una masculinidad en falta.

I Never Learn, su disco más reciente, ha sido descrito como portador de una “Scandi angst”, o “angustia escandinava”, un pop melancólico de toques góticos. Su voz, como indica Paul Lester del diario británico The Guardian, se mantiene en el mismo rango vocal siempre, pero lo mismo hacen otros cantantes de la tristeza como Cohen y Morrisey. El registro de Lykke Li, sin embargo, es indudablemente pop. La trilogía discográfica de Li es, según ella misma, una crónica de “una veinteañera en busca del amor y de ella misma”, con el dolor, la culpa y la confusión de ser mujer en las postrimerías de la Europa proteccionista.

Mujeres bellas y fuertes
What I do, I do best
I’m a dragon, you’re a whore
‘Fucked My Way Up to the Top’, Lana Del Rey

Lady Gaga, a pesar de su pop queer, no se considera feminista. “Yo admiro a los hombres, los amo. Celebro la cultura masculina americana, y la cerveza, los bares y los muscle cars”, dijo en una entrevista. Lana Del Rey, por otro lado, se sumó a esta posición diciendo: “Para mí, el asunto del feminismo no es interesante. Estoy más interesada en, digamos, SpaceX y Tesla, en lo que va a pasar con nuestras posibilidades intergalácticas (…) Mi idea del feminismo verdadero es una mujer que es lo suficientemente libre para hacer lo que quiera”.

En un ensayo llamado ‘El significado de Lana Del Rey’, la académica francesa Catherine Vigier lo explica así: “Ella representa y se dirige a una contradicción a la que se enfrentan miles de mujeres hoy en día; mujeres que han seguido la receta de la sociedad para el éxito en lo que se ha llamado un mundo posfeminista, pero que han encontrado que la liberación real y la satisfacción genuina las elude”. Vigier argumenta (siguiendo sin quererlo los postulados principales del filósofo alemán Philipp Mainländer) que para las personas bajo el capitalismo no puede haber nunca felicidad, y que la música de Lana Del Rey deja esto en evidencia.

Parafraseando a Knausgaard y su propia experiencia contada en Mi lucha, lo mejor que puede desearse para estas tres mujeres bellas, fuertes y a quienes aún les falta madurar del todo es que, si los veinte fueron un infierno y la adolescencia fue peor, los treinta simplemente estén bien.

Notas:
1. “El dinero es una especie de poesía”.
2. “Me golpeó y se sintió como un beso”.
3. “Un beso con un puño es mejor que ninguno”.
4. “Me golpeó y se sintió como el amor verdadero”.

(*) Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural de diario El Telégrafo, el 17 de agosto de 2014.

11.5.14

Mario Levrero, el escritor iluminado*


Hace casi 10 años, el 30 de agosto de 2004, murió en Montevideo una persona de 64 años cuyo nombre corriente era Jorge Varlotta. Eso, quizás un poco más, es lo que podría decirse como resumen de su biografía. Ocurre, para maravilla de innumerables lectores, todo lo contrario: Jorge Mario Varlotta Levrero, su nombre completo, más que persona fue un personaje de su propia vida y de las extrañas situaciones que esta le ponía delante. Así, no es justo ni riguroso decir que hubo algo corriente en su vida ni que dejó de existir, físicamente, hace casi 10 años.

Tampoco es justo ni riguroso encasillar a la totalidad de la literatura de un país dentro de una sola categoría, pero muchas veces este pasatiempo de la crítica ayuda y beneficia a quienes buscan un orden y un asidero en sus lecturas. Ángel Rama, un uruguayo reconocido como uno de los críticos más importantes de Latinoamérica, estableció una denominación para cierta obra de su país que se resistía a ser clasificada y que destacaba por sobre el resto de la producción nacional. Rama llamó “los raros” a autores como Felisberto Hernández y Armonía Somers, partícipes de un leve surrealismo o antirrealismo. Aquí entran, fácilmente, otros como Juan Carlos Onetti, Marosa di Giorgio, Felipe Polleri, nuestro Mario Levrero e, incluso, Dani Umpi y Leo Maslíah.

El comentario de sobremesa va algo así: Chile es la tierra de los poetas; Argentina, de los cuentistas; México, de los novelistas; y Uruguay, de los raros. Lo cierto es que detrás de toda broma hay una realidad llevada al límite y una verdad oscura pero precisa.

Fogwill, por otro lado, no lo vio así exactamente y decidió que Argentina debía reclamar a Mario Levrero como uno de los suyos. En la contratapa de una de las ediciones de La ciudad, Fogwill escribió: “La literatura argentina se extiende 250 kilómetros más allá de la costa, o sea, llega a Montevideo, porque tiene que entrar Mario Levrero”. Pero, al contrario de lo que sucedía y sigue sucediendo con el mate, el dulce de leche y Carlos Gardel, la de Levrero no era una disputa a gran escala. Mejor dicho, no era una disputa sino una insistencia de algunos escritores y editores que vieron su potencial literario y, más que ‘descubrirlo’, lo ayudaron y se arriesgaron para que comience a publicar y se vuelva el autor de culto que es hoy.

Uno de los primeros lectores, reseñistas y promotores de Levrero fue el argentino Elvio Gandolfo, quien en 1968 cruzó el Río de La Plata, donde llegó a sus manos la versión en plaqueta de ‘Gelatina’, el primer relato publicado del uruguayo. Al regresar a Rosario, Gandolfo sacó un comentario en El Lagrimal Trifulca, la revista que editaba con su padre. Años después, ya amigos, fue Levrero quien ‘bendijo’ a Gandolfo cuando este publicó su cuento ‘Vivir en la salina’, cuya dedicatoria dice, escuetamente: “A Jorge Varlotta”.

Esa tarea autoimpuesta de propiciar la escritura en los demás y dar confianza a los autores primerizos volvió en los últimos años de Levrero, cuando se dedicó a estimular talentos ajenos a través de incontables talleres literarios. No obstante, su personalidad obsesiva y su lucha con la disciplina nunca se llevaron bien con las tertulias o las reuniones literarias donde hay que tener una opinión para todo y aun así no es bien visto quedar mal con alguien. Levrero fue más bien un hombre en suspenso, como el de la famosa novela de Saul Bellow.

Su vida y su obra se entrelazan de una forma tan particular, con una evidencia creciente a lo largo de los años, que es muy fácil confundir cualquier intento de lectura amplia con simple biografismo. Pero Levrero pobló su escritura —o, en otras palabras: se volvió su literatura— deliberadamente. Entonces, la pregunta es: ¿para quién escribió Levrero? Escribió para el lector pero no para el lector. Para él. Para el lector en él.


Creador de una extensa, ecléctica y delirante obra, Levrero es mejor conocido por 2 trilogías —o, para ser más precisos: 2 trilogías fortuitas— que semejan un paréntesis que interrumpe su línea de vida para insertar en ella la literatura como una especie de meta-vida. Las novelas son: La ciudad, París y El lugar (publicadas entre 1970 y 1982), y Diario de un canalla, El discurso vacío y La novela luminosa (publicadas entre 1992 y 2005).

En Diario de un canalla, Levrero escribió: “No estoy escribiendo para ningún lector, ni siquiera para leerme yo. Escribo para escribirme yo; es un acto de autoconstrucción”. Y en El discurso vacíodejó claro qué era lo que le provocaba hacer con su escritura: “Cree la gente, de modo casi unánime, que lo que a mí me interesa es escribir. Lo que me interesa es recordar, en el antiguo sentido de la palabra (= despertar)”.

¿Fue por esa predisposición que Levrero decidió publicar con un seudónimo y no con su verdadero nombre? Pero, ¿puede afirmarse sin dudar que “Mario Levrero” no era su verdadero nombre y por lo tanto sirvió, efectivamente, como un método de ocultamiento? En la página web que armaron algunos de sus antiguos talleristas, hay varias respuestas dadas por el mismo Levrero a estas preguntas:

“No sentía (ni siento) que lo que escribo es mío; soy muy dependiente de una inspiración que no radica en mi yo y a veces suena bastante ajena. Pero simultáneamente sentía que sí, que de alguna manera eso forma parte de mi ser (aunque no de mi yo), de modo que no elegí un seudónimo cualquiera […] sino uno integrado por mi segundo nombre y mi segundo apellido. De ese modo también homenajeo a mi padre con su nombre y a mi madre con su apellido. Además quería ocultarme, porque no estaba seguro de que lo que escribía tuviera algún valor; no quería dar la cara. También quería ocultarme porque hacer literatura era, desde el punto de vista de mi padre, una actividad vergonzosa, improductiva y más bien cosa de homosexuales. No me ocultaba de mi padre, que a esa altura ya había modificado bastante sus puntos de vista, sino de su figura internalizada que yo proyectaba desde el inconsciente a toda la sociedad”.

¿Qué quería lograr con su escritura y por qué se le hizo necesario ese ocultamiento? En su libro El portero y el otro, incluyó una auto-entrevista en la que lo explica: “…la literatura es una de las formas posibles de comunicar a otros seres una experiencia personal que cae fuera de las formas habituales de percepción […] Creo que en las experiencias más triviales y cotidianas hay material artístico; la condición es que en ellas esté presente el espíritu del artista”.

La obra de Levrero, entonces, mezcla la imaginación, la experimentación y los (sub)géneros de la literatura como el policial y la ciencia ficción con su propia vida. Sus libros publicados pueden dividirse en colecciones de relatos fantásticos, surrealistas y kafkianos (La máquina de pensar en Gladys, Espacios libres); novela fantástica, surrealista y kafkiana (La ciudad, El lugar, París); novela autoficcional realista (El discurso vacío, La novela luminosa); y el folletín o la parodia policiaca (Dejen todo en mis manos, La banda del ciempiés).


Volvemos a Elvio Gandolfo, quien el año pasado dio en Buenos Aires una clase magistral sobre Levrero. El escritor argentino desmenuzó la vida y la obra de su par uruguayo en varias ‘vidas’ que daban cuenta de los sucesivos y diversos períodos geográficos y biográficos. Aunque en La novela luminosa Levrero haya escrito que “me recordarán nada más que por loco. En otras palabras: mi auténtica función social es la locura”, la verdad es que nunca lo fue. Levrero tuvo una sola vida, como casi todo el mundo, pero expresada a través de distintos planos de personalidad y pasos cronológicos.

Las ‘vidas’ desarrolladas por Gandolfo comienzan por la más remota y oscura: la niñez y la juventud. ‘Semisecreta: entre 1940 y 1965’: en esta etapa, que fue intencionalmente ocultada por Levrero, destacan la madre sobreprotectora, el mal diagnóstico de un soplo al corazón que lo libró de ir a la escuela y las vacaciones de verano en el balneario de Piriápolis.

Enseguida viene la ‘Explosión’, que se extiende a lo largo de 2 décadas. Esta es la época de la literatura y de la primera y gran producción. Conoció, como se dijo, a Gandolfo y su padre, y al editor argentino nacido en España, Marcial Souto. En estos años publicó su famosa trilogía involuntaria compuesta por La ciudad, París y El lugar. Se mudó a la ciudad argentina de Rosario en 1969 y más adelante, en 1972, vivió en Burdeos, Francia, otros cuantos meses. Según Gandolfo, es en esta fase cuando le fue dado “el conocimiento necesario para afirmarse dentro de una obra que incluía la exploración y búsqueda de sí mismo como un eje central” gracias a su incipiente grupo de inseparables amigos. Al mismo tiempo, Levrero desarrolló una enfermedad que culminó en una operación de vesícula; esto, aunque aparentemente nimio, ocupó un espacio de suma importancia en su vida posterior y es lo que desató la necesidad de escribir La novela luminosa.

En 1985, su amigo Jaime Poniachik lo invitó a Buenos Aires para trabajar en unas populares revistas de acertijos. “Trabajo y gran ciudad”, llamó Gandolfo a esta ‘vida’ que solo duraría 3 años, hasta 1988. Pese a la brevedad de su estancia en Buenos Aires, Levrero descubrió el alto nivel de eficacia que podía lograr en su trabajo. Mejoró su posición económica: “Me pagaba mis vicios y, por lo demás, siempre fui buen pobre”, escribió sobre esos años en La novela luminosa. Aparte de los juegos de ingenio, también se dedicó a hacer crucigramas, historietas y guiones. Hacia el final de esta ‘vida’, Levrero dejó de escribir literatura, se bloqueó, pero salió airoso de la mejor manera posible con Diario de un canalla. En este libro inauguró una etapa estilística final —no de madurez— que consistía en el registro de la realidad más inmediata sin por ello limitar su capacidad de abarcar distintos planos.

En ‘Ciudad pequeña y vida familiar’, entre 1989 y 1992, Levrero inició un cuarto ciclo personal con la mudanza a la ciudad uruguaya de Colonia con Alicia Hoppe, su nueva compañera sentimental, y Juan Ignacio, el hijo de ella. Comenzó a dar sus primeros talleres de literatura. Esta vida familiar, aunque amena y estable, fue en ciertos momentos una ‘temporada en el infierno’, como la llamó Levrero en un reportaje. Finalmente, regresó a Montevideo, una ciudad clave en su vida y en su obra.

‘Otra vez Montevideo y computadora’, tituló Gandolfo a la última de las ‘vidas’ de Levrero. Por un poco más de una década, de 1993 a 2004, año de su muerte, Levrero cimentó aún más la suspensión de su vida (en el sentido de la mencionada novela de Bellow); se separó de Alicia Hoppe; inició una nueva relación sentimental con la Chica Lista (tal como la llama en La novela luminosa) y otra, de carácter creativo, con Leo Maslíah, reconocido cantautor y escritor uruguayo; y comenzaron a aparecer sus ‘Irrupciones’, abundantes colaboraciones que salieron en la revista Posdata.

Lo más interesante de sus últimos años tiene que ver con el uso de la computadora. En La novela luminosa —un libro que concluye gracias a la Beca Guggenheim que recibe en el año 2000 y en el que detalla minuciosamente su relación con el aparato— escribe unas líneas reveladoras y desde las cuales se podría pensar la forma de vida en el siglo XXI: “Si me he mudado a vivir en el mundo de la computadora, es porque casi no hay para mí otro mundo posible. ¿Adónde podría ir, qué otra cosa podría hacer? ¿Qué otra posibilidad hay de un diálogo inteligente? Y afectos. Distantes, distorsionados por las palabras (y aun los sonidos) que los transcriben, están sin embargo allí al alcance de la mano”.

Tras dejar la mayoría de sus asuntos en orden, Levrero murió en su ciudad natal. El velorio, como atestigua Gandolfo, fue multitudinario. El resto, como sucedió casi de forma similar con el chileno Roberto Bolaño, es parte del extenso anecdotario de la literatura. De lo que puede leerse en su obra, Levrero fue, o es, un escritor iluminado (“Yo soy hombre del Espíritu Santo”, escribió en La novela luminosa, luego de describirse como un católico coyuntural y no practicante; de hecho, y basándose en el poema que abre El discurso vacío, no sería equivocado hablar de un catolicismo zen, muy presente en su literatura tardía). Sería incorrecto decir que el lector que se acerque por primera vez a sus libros encuentre en ellos a un autor luminoso, mucho menos a alguien iluminador; lo cierto es que, parafraseando una frase suya, la única luz que se encontrará en esas páginas será la que les preste el lector.


Mario Levrero por sí mismo

¿Quién fue Mario Levrero? ¿Por qué escribía? ¿Qué quería hacer con su literatura? Luego de recorrer varios hitos de su vida y de enumerar algunas de sus obras y su clasificación crítica, queda claro que no hay nadie mejor para hablar de Mario Levrero que él mismo. A continuación, una recopilación de frases extraídas de algunas de sus novelas y que resumen y ejemplifican el ‘circo Levrero’: un personaje de Beckett que escribía como Kafka.

Dejen todo en mis manos:

—“Hay una sola categoría posible para mi literatura: buena, pero...”

—“Esa angustia habitual al emprender un viaje, aunque sea corto. Es una mezcla de temor a lo desconocido con una nostalgia anticipada por las cosas y los espacios de mi casa”.

—“Me gusta aburrirme, pero no a la fuerza”.

El discurso vacío:

—“Creo que la computadora viene a sustituir lo que un tiempo fue mi inconsciente como campo de investigación. En mi inconsciente llegué a investigar tan lejos como pude, y el subproducto de esa investigación es la literatura que he escrito”.

—“Es apropiado y positivo tener un rito como este de escribir todos los días como primera actividad. Tiene algo del espíritu religioso que tan necesario es para la vida”.

—“La gente suele decirme: ‘ahí tiene un argumento para una de sus novelas’, como si yo anduviera a la pesca de argumentos para novelas y no a la pesca de mí mismo. Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma, y no invenciones”.

La novela luminosa:

—“No me interesan los autores que crean laboriosamente sus novelones de 400 páginas, en base a fichas y a una imaginación disciplinada; solo transmiten una información vacía, triste, deprimente. Y mentirosa, bajo ese disfraz de naturalismo. Como el famoso Flaubert. Puaj”.

—“No he devenido escritor por vocación, sino por complejas razones socio-político-económico-psíquicas”.

—“Kafka representó para mí algo así como un hermano mayor, que había llegado antes a una visión del mundo parecida a la que yo estaba descubriendo; pero, sobre todo, me convenció de que no era necesario escribir bien”.

—“Vale la pena llegar al aburrimiento, tocar fondo en el aburrimiento, porque de ahí nacen los impulsos correctos”.

—“Que nadie se llame a engaño: no tengo ninguna gran sabiduría para transmitir y espero no llegar a tenerla nunca”.

(*) Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural de diario El Telégrafo, el 11 de mayo de 2014.

18.4.14

Escena de una vida de provincias*


Hace un tiempo escribí en Twitter que el mejor libro de la literatura ecuatoriana todavía está inédito. Esto no es, como podría pensarse, un comentario irónico o despectivo hacia la producción literaria local.

El libro al que hacía referencia en ese tuit existe y no lo he olvidado desde la primera vez que lo leí en mi adolescencia temprana. Es el único ejemplar que he visto; se trata de una pequeña carpeta con hojas impresas a computadora y que, al día de hoy, se encuentran amarillentas y pegoteadas. Su autor era un amigo de mi padre al que no hemos visto hace casi veinte años. Y, aunque tengo la sensación de haberlo conocido, la verdad es que no lo recuerdo. Si excluimos la vaga imagen que guardo en mi memoria de mi padre leyéndola, y si suponemos por un momento que su autor es de aquellos que, como César Aira, no leen lo que escriben, bien podría ser yo el único lector de esta obra infortunada. Pero dado que esto se trata, en definitiva, de comentar una lectura disponible para un hipotético lector a la espera de una recomendación, entonces el libro que ahora mismo me resulta imprescindible y fundamental es, sin duda alguna, uno de Albert Camus.

Me gustaría creer que cualquier persona medianamente escolarizada conoce La peste. Así como cualquier fan atento de The Cure conoce o sabe de qué va El extranjero, un libro que me costó un noviazgo por motivos que no hace falta detallar aquí. La primera de estas novelas es una obra maestra y un clásico del siglo XX; en ella Camus desarrolla su idea de la santidad laica y de la amistad como el último bastión de la resistencia política. De la segunda, por otro lado, podría arriesgarme a decir que se trata de la culminación de una investigación literaria sobre el sentido de la vida en contraposición a la nada. Proyecto que —arriesgo una vez más— inicia con otro libro, uno que recién fue publicado a diez años de la muerte del autor francés y que, curiosamente, comparte espíritu y ciertas ideas con el inédito del que hablé antes. Me refiero a La muerte feliz, una novela corta que también leí en mis primeros años de adolescencia, esta vez en el octavo tomo de una colección de literatura universal editada por La Oveja Negra. Estilísticamente no difiere demasiado de El extranjero, pero sí en cuanto al tema. Patrice Mersault (parecido al Meursault de El extranjero) es el protagonista, quien luego de asistir un suicidio abandona su trabajo inane y se dedica a la búsqueda de la felicidad con el dinero del recién fallecido. Como es de suponer, no la encuentra sino en soledad y al borde de la muerte, de su muerte feliz. Después Camus sustituyó —en una operación coyuntural— esta posibilidad de un sentido vital por la nada y el absurdo.

Crecí en un lugar apartado de cualquier centro significativo, en medio de un paisaje marcado por la belleza de la naturaleza y la velada crueldad de una sociedad dividida, así que pueden imaginarse de qué forma la lectura estupefacta y arrebatada de esta novela contribuyó a formarme ética y espiritualmente en una edad por lo demás frágil y conflictiva.


13.4.14

Una literatura moral de la Gran Guerra*


Hay una línea en Verano, el tercer volumen del particular proyecto autobiográfico del sudafricano J. M. Coetzee, que resume, no sin pesimismo, el derrotero del siglo XX: “De la misma manera que el destino de ciertas generaciones es que la guerra las destruya, así el de la generación actual es, según parece, que la política las avasalle”. A partir de esta frase, Coetzee comenta la Sudáfrica de sus años de adultez, pero también podría servir para ilustrar el ambiente provocado por la Primera Guerra Mundial en el continente europeo.

En una oportuna operación que merecería un comentario aparte, el escritor francés Jean Echenoz —ganador en 1999 del distinguido Premio Goncourt— publicó 14 (Anagrama, 2013), una novela acerca de la guerra que estremeció a Europa hace 100 años. Perdida en la traducción y breve como la obra que describe, la contratapa original de la novela de Echenoz en Éditions de Minuit es una pieza literaria en sí misma: “Cinco hombres se van a la guerra, una mujer espera el regreso de dos de ellos. Falta saber si volverán. Cuándo. Y en qué estado”. Este es un libro intenso y evasivo que deja al lector preguntándose por el desmoronamiento de toda una generación de franceses.

La novela de Echenoz debe leerse como parte de una misma corriente junto a otras como Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi, y Seda, de Alessandro Baricco. Se trata de novelas cortas en las que no importan tanto el argumento, los personajes o la veracidad del trasfondo histórico, sino la consecución de un aura, una sensación particular que el autor propone y a la que el lector debe llegar. Son fabulaciones en torno a un ecosistema favorable al desarrollo de una idea y a la consecución de una moral propia.

Provenientes de una familia dedicada a la industria del calzado, Anthime y Charles Sèze son 2 hermanos que deben partir inesperadamente a la guerra, un evento que, a pesar de todo, propicia la amistad pero no el amor. Los 3 amigos de Anthime —Padioleau, Bossis y Arcenel— marchan con él; mientras que Charles tiene que abandonar a Blanche, su prometida. En 14 tiene lugar un triángulo amoroso apenas insinuado que recién toma forma al final del libro, cuando de ninguna manera podría seguir siendo llamado un triángulo amoroso bona fide.

Dueño de sus recursos narrativos, Echenoz armó en un poco más de 100 páginas una estructura mínima con un argumento que recorre linealmente 4 años de guerra y que, pese a su cualidad de lectura fluida, necesita de más de un momento para tomar un respiro antes de continuar. Sus personajes aceptan la fatalidad con resignación y relativa calma; todo va mal y todo puede ir peor. Incluso los civiles, de quienes podría pensarse que apoyarían a sus soldados, parecen dispuestos a sacar el mayor provecho económico posible de la situación. Y, por supuesto, la fábrica de zapatos de la familia Sèze no es una excepción.

Es probable que la clave detrás de las intenciones de contar hoy una tragedia de hace un siglo las dé el mismo Echenoz en las primeras páginas de 14. Anthime había salido a dar un paseo en bicicleta cuando el llamado a la movilización sonó desde las campanas de la iglesia. Al volver, un bache hizo que se cayera el libro que él llevaba consigo, “que se abrió en su caída para permanecer eternamente en solitario al borde del camino, reposando boca abajo en uno de sus capítulos, titulado Aures habet, et non audiet”.  Es el llamado moral que Echenoz pronuncia a destiempo: “Tienen oídos, pero no escuchan”. Al mismo tiempo, no hay nada en la visión desmenuzada de la novela que propicie un sentimiento de esperanza.

Una voz omnisciente, cercana a los personajes pero distante temporalmente, narra los hechos en tercera persona. Toma partido y comenta lo que sucede como si fuera un personaje más, un transcriptor de la historia. O como si se la contara a alguien más. ¿Qué quiere decirnos al contarnos su historia de la guerra? ¿Por qué no se explaya en los detalles? ¿Por qué la brevedad? Y, sin embargo, unas cuantas líneas excesivamente fidedignas con los detalles —y que a ratos se cargan de una fría ironía— son lo suficientemente explícitas y viscerales como para estremecer al lector.

“Todo esto se ha descrito mil veces”, así interrumpe el narrador de 14 su propia verborrea. Esta distancia con lo que se cuenta y el irregular deseo de objetividad convierten a la voz omnisciente en una suerte de demiurgo que dispone de los personajes a su antojo. La aberración y la arbitrariedad de la guerra parecen, a menudo, la aberración y la arbitrariedad del narrador. No parece haber una simpatía especial por los protagonistas, quienes más bien sirven como conductores de la mencionada advertencia moral.

El interés principal de la novela parece oscilar entre la guerra y entre Anthime y los efectos que la guerra produce en él. Uno de los méritos de Echenoz es el de haber logrado comprimir la historia en la densidad y la brevedad de un poema; un ejemplo de esto es la bella y sórdida imagen de los soldados franceses avanzando hacia el enemigo entre un paisaje bucólico, con su uniforme azul y rojo, escoltados por una banda de música interpretando La Marsellesa. Sin embargo, el novelista francés falla en su meditación sobre el destino de las generaciones bajo el sinsentido de la guerra al no comprender que la mayoría de las naciones europeas la consideraban no como un horror que debe evitarse a toda costa, sino como un instrumento político útil. Esto, como bien lo supo ver el Coetzee de Verano, ya no es así.

(*) Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural de diario El Telégrafo, el 13 de abril de 2014.

16.3.14

La enfermedad era su vida. Apuntes sobre David Foster Wallace*

I
Como casi cualquier profesión, la de los escritores también otorga a quienes la practican la capacidad de ser reconocidos casi inmediatamente a partir de ciertos accesorios o rasgos físicos. Basta con ver a un hombre de nariz afilada y rostro delgado que luce con elegancia un traje completo, sombrero y bastón para saber que se trata de Tom Wolfe, el padre del Nuevo Periodismo. Otras figuras icónicas son Mario Bellatin y su brazo prostético; Roberto Bolaño y sus lentes redondos; Jean-Paul Sartre y su mirada con estrabismo; Amélie Nothomb y sus extravagantes sombreros. Para ser popular no hace falta ser leído ni ser especialmente atractivo.

Cuando se piensa en David Foster Wallace, poco importa que se trate de uno de los escritores estadounidenses más importantes de los últimos años, ganador de la única distinción otorgada en su país a la genialidad y autor de un libro de mil páginas considerado como un clásico contemporáneo. La imagen que perdura de este autor es la de un hombre de apariencia desaliñada con el pelo largo asomándole del eterno pañuelo sobre la cabeza y los pies enfundados en botas de trabajo. Por este look y por su actitud lo calificaron de grunge, pero Wallace nada más prefería la comodidad. Y si bien la honestidad fue uno de sus principios fundamentales, la fama lo separó en diferentes versiones de sí mismo que habitaron un solo cuerpo.

Las siglas DFW, tan famosas como la figura antes descrita, responden al autor; luego está David Wallace, el ciudadano cuyo nombre aún no incluía el apellido de soltera de su madre, adoptado para diferenciarse de un escritor homónimo; para sus amigos, él siempre fue Dave (hay una anécdota relatada por una de sus novias en la que explica que Wallace le escribió una larga carta explicando las razones por las que prefería ser llamado Dave y no David); y finalmente está el joven deportista sabelotodo apodado ‘the Waller’ por sus compañeros de universidad. No hace falta conocer las distintas encarnaciones de Wallace para leer su obra, así como tampoco hay que buscar en ella claves o piezas para reconstruir su vida. Bucear entre el anecdotario personal de Wallace es hacerlo bajo la premisa del “texto y contexto” abanderada por el crítico David Viñas. Se revisa la biografía del autor no para leer su obra sino para ubicarla en una época y distinguir la modificación del sistema literario.

(Continúa leyendo en Hermano Cerdo. El texto fue rescatado el 7 de septiembre de 2015)

(*) Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural de diario El Telégrafo, el 16 de marzo de 2014.

9.2.14

'El consejero': actualización de la tragedia*


Un hombre busca la seguridad del matrimonio con la mujer que ama a través de una única operación millonaria de tráfico de drogas. Nada ocurre de acuerdo al plan y el hombre se ve obligado a expiar sus pecados en un ambiente de violencia y desesperanza. La última película del director inglés Ridley Scott, The Counselor (El abogado del crimen, en Latinoamérica), sigue los pasos finales de un variopinto grupo de personas involucradas en el fallido negocio. El eje de la trama es una figura más bien lateral en la acción, un abogado sin nombre que encarna a un nuevo tipo de héroe caído.

La película de Scott recibió muchas críticas negativas que poco se interesaron por sus habilidades como director o por el elenco de actores muy conocidos y probados como Michael Fassbender, Javier Bardem, Penélope Cruz o Brad Pitt. Las críticas, por lo general, se enfocaron en los diálogos improbables, extensos y poco realistas de los personajes, muchos de ellos narcotraficantes.

Más allá del éxito comercial de la película, la publicación de su guión, El consejero (Literatura Random House, 2013), se presenta como una oportunidad de pensar la escritura en función de las infinitas lecturas que permiten ubicar al libro —aunque los guiones sean textos incompletos— como un depositario de ese pensamiento abierto.

A la pregunta sobre el sentido de hacer algo de una forma para la que no fue concebido se le podría dar varias respuestas convincentes. Sin embargo, ante la publicación de un libro cuya principal función no es la lectura sino su interpretación y exposición, surge otra interrogante más práctica y convencional: ¿puede leerse un guión cinematográfico, incluidas sus indicaciones técnicas, como una obra literaria? La respuesta en este caso es simple: sí.

Una respuesta mejor elaborada diría que se trata de un guión escrito por Cormac McCarthy, quien es considerado uno de los 5 autores vivos más importantes en lengua inglesa junto a Philip Roth, J.M. Coetzee, Don DeLillo y Thomas Pynchon. Están garantizados la calidad estética y el trabajo riguroso de las ideas alrededor de las personas y su reacción ante el mal y la violencia.

Visto como un libro, El consejero puede ser una novela corta y lineal que va hilando acciones relevantes —el acuerdo, el robo, el desastre y los “accidentes” que lo conforman— en un entramado de conversaciones filosóficas que le dan sustancia a todo lo demás. Una característica particular del libro son las escenas sin diálogos que se presentan como instrucciones del guionista y se leen como estampas que sintetizan ciertas acciones importantes y ayudan a visualizar un argumento cargado de reflexiones para el lector.


La actividad fundamental de los personajes de El consejero es hablar. El peso que tienen los diálogos, sin embargo, no se realiza como en las películas de Quentin Tarantino, un director famoso por asignarle a sus actores un acervo asombroso de “small talk” y conocimiento de la cultura popular norteamericana. En contraste, McCarthy convierte a sus personajes en ventrílocuos de una causa mayor: tantear los arquetipos que giran alrededor de la violencia y la forma en la que estos están inmersos en la sociedad actual. Ellos no hablan en función de un realismo verosímil y servicial sino alegórica y moralmente.

La de El consejero es una historia de penitencia y sustracción salpicada de ligeras connotaciones bíblicas. En una escena el abogado compra un diamante a un comerciante judío que le habla del declive de nuestra cultura semítica, que según él será la última que pisará la Tierra. Le habla también de la naturaleza del héroe: en el mundo clásico fue el guerrero y en nuestra sociedad occidental es el hombre de Dios. En esta definición está la esencia del libro que McCarthy desarrolla a través del protagonista. El núcleo de nuestra cultura es este héroe que le dice a su amada: “La vida es estar en la cama contigo. Todo lo demás es simple espera”. Y cuando ese amor divino es sustraído —y asesinado, presumiblemente— él se convierte en un penitente errante en un mundo que se rompe irremediablemente.


En un contexto en el que la imposibilidad de la amistad se vuelve evidente, el abogado solo tiene a Reiner y a Westray, sus socios en la operación de drogas, como sus confidentes. No obstante, por momentos parece que el verdadero protagonista de El consejero es Malkina, la novia de Reiner. Su fuerza y su capacidad de adaptación hacen que sea la única en sobrevivir airosa a la catástrofe. Ella es la antítesis del abogado: hija de 2 desaparecidos argentinos a quien lo que menos le interesa es la justicia o la memoria. Hay en ella una salida al dolor que no pasa por el sufrimiento. Lo dice así: “Cuando el mundo en sí mismo es el origen de nuestro tormento, uno es libre de vengarse de cualquier aspecto de ese mundo por pequeño que sea (…) Nunca conocemos la verdadera hondura de nuestro dolor hasta que se nos presenta la oportunidad del desquite. Solo entonces sabemos de lo que somos capaces”.

El consejero expone un caso criminal como si fuera una novela negra, pero con un final que no es concluyente ni tranquilizador. Cormac McCarthy parece hablarle al lector a través del jefe de un cartel que aparece cerca del final: “No hay nada que elegir. Aquí no existe más que la aceptación. La elección se hizo tiempo atrás”. El mundo en el que el abogado intenta corregir sus errores no es el mismo en el que sus decisiones fueron tomadas. El tiempo que le tome aceptar su dolor será ocupado por el sufrimiento y personas como Malkina seguirán llevando la delantera.

(*) Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural del diario El Telégrafo, el 9 de febrero de 2014.

3.2.14

Una conversación en movimiento*

Qué pasa cuando un gringo y dos ecuatorianos quieren recorrer el Austro sin convertirse en turistas


“Esta noche voy a soñar con usted” le dijo Víctor, un campesino oriundo de Sígsig, al gringo que acababa de conocer. Antes le invitó un trago de puro con Sprite, le mostró su huerto, sus animales y, como si se tratase de un viejo amigo, le enseñó unos pasos de baile al ritmo de música local. Este encuentro ocurrió en algún punto indeterminado de la carretera entre Sígsig y Gualaquiza, dos pueblos en la bajada hacia el Oriente ecuatoriano, y está registrado en un video en el muro de Facebook de Bruce Moncrief, el gringo. Me asombro no por la cordialidad, sino por la inocencia. Bruce, de vacaciones en Ecuador, seguramente esperaba algo de hospitalidad, pero estoy seguro de que recibió más que eso y que no olvidará fácilmente a Víctor.

Podría decirse que lo que hacía Bruce en Ecuador era viajar por placer. Es decir, turismo. Podría inferirse que el encuentro Bruce-Víctor fue la culminación exitosa de un proceso iniciado con la compra de un paquete turístico. De vuelta en casa, a Bruce solo le restaría contarles a sus amigos su expedición y volver al trabajo con un bronceado atractivo. Los motivos reales de su viaje, sin embargo, están decididamente apartados de las influencias habituales de lo turístico.

Bruce llegó desde California a través de una iniciativa de la Long Beach Lifeguard Association llamada Project Ecuador, dedicada a mejorar los grupos de salvavidas ecuatorianos. Desde 2006, grupos de voluntarios han llegado para entrenar, equipar y asistir a los antiguos o recién formados salvavidas ecuatorianos durante el feriado de Carnaval, una de las festividades más populares del país y que coincide con la temporada de playa. Casi todas las playas del país han sido visitadas por este proyecto. Bruce fue de los primeros en llegar y de los pocos en repetir el viaje. Ahora tiene su propia cabaña en Montañita, donde planea abrir una escuela de surf. Pero antes de asentarse en la playa por unos meses, Bruce decidió recorrer –a su manera– el sur de la Sierra.


Martes: A veces, tener dinero causa problemas

La billetera de Bruce está repleta de billetes de cien dólares en un país donde ni siquiera hay cambio para uno de veinte. Luego de recogerlo en el Terminal Terrestre de Guayaquil –llegaba de Montañita– avanzamos hacia Durán, donde paramos en una gasolinera a buscar cambio con la excusa de llenar el tanque. A las nueve y media de la mañana revisamos con optimismo un mapa de la provincia de  Guayas y cada uno asumió su rol por el resto del viaje: Bruce, el no-turista; Miguel Ángel, mi padre, guía y conductor temerario; y este servidor, encargado de tomar fotos, revisar los mapas y recibir la culpa cada vez que nos perdimos. Mi padre y yo también hicimos de intérpretes de Bruce, él en las situaciones serias y yo en todas las demás.

Salimos de Durán con botellas de agua, una funda de Tortolines y otra  llena de monedas de un dólar que nos cambió el sobrino del gerente de la gasolinera. “Deberíamos irnos a Las Vegas ahora mismo”, bromeó Bruce. Cerca de las once llegamos a la entrada de Naranjal –un cantón del Guayas que limita con la provincia del Azuay, nuestro destino– donde nos encontramos con un empleado de la Reserva Manglares de Churute que desayunaba en un comedor al pie de la autopista. Nos presentamos con él y le contamos de nuestro viaje. Pedimos ensalada de cangrejo y luego fuimos hasta la reserva pero no la recorrimos porque preferimos seguir hasta la comunidad shuar que habíamos visto en el mapa al sur de Naranjal.

Nos perdimos varias veces pero al poco rato volvíamos al camino correcto. Mi padre se quejaba de la mala señalización vial y yo me preguntaba: ¿Qué clase de turismo se puede hacer si no hay letreros o son muy deficientes?

Llegamos a la comunidad shuar alrededor de las doce. Una parte del camino estaba obstruido por una huelga y tuvimos que cruzar un riachuelo porque no estaban terminados los puentes. (Si están leyendo esto, señores de Rinomaq S.A., por favor paguen a sus trabajadores)

No hizo falta bajarse del auto para saber que se trataba de una "tourist trap", como la llamó Bruce. No había una comunidad shuar, solo vimos un conjunto de aguas termales. De todas formas, caminamos alrededor de las piscinas y tomamos un par de fotos.  

A Bruce pareció no importarle ninguno de los contratiempos que tuvimos. Para él solo era un paseo. Todo lo que veía era nuevo y todo lo que hacía era una experiencia más en su vida. Salimos de la comunidad shuar, entramos a una plantación de banano, le enseñamos a Bruce el proceso de empaque y regresamos a la vía a Cuenca.

Antes de entrar al Parque Nacional El Cajas hay una gasolinera que tiene el baño con la mejor vista de la región. Se puede orinar mientras se admira el paisaje de la cordillera y el cambio de bosque tropical a páramo. Ahí compramos oritos y guabas. Poco después de las tres y media de la tarde, llegamos al punto más alto del recorrido, según la cámara de Bruce, algo más de 12,000 pies –unos 3,600 metros sobre el nivel del mar. Entramos a Cuenca pasadas las cuatro de la tarde. El gringo posteó en Facebook: “From bananas to 12,000 feet today”.

Miércoles: Cuenca, tierra de canadienses

Situaciones en las que estuvimos involucrados voluntariamente:

- Desayuno en el hotel. Conversación con pareja de motociclistas canadienses.

- Recorrido en el bus turístico con otra pareja de canadienses. (Hay que ir en el segundo piso, pero con cuidado de no ser golpeado por las ramas y los cables, algo que sucede a menudo.)

- Museo del Banco Central. Bruce se muestra interesado y apático a la vez. Toda esta historia ya la ha visto en otros museos. Toda esta historia ya ha pasado. Bruce quiere ver gente viva.

- Almuerzo en el mercado. Hornado. Jugo natural. Vendedoras cariñosas. Chilenos tocando y cantando cueca.

- "Ecuatorianización" de Bruce. Quería una camiseta de fútbol y le dije que debería usar la de Emelec. También compró un sombrero indígena.

- En una plaza de artesanos, Bruce buscó algo para su familia. Algunas personas se probaron ropa y accesorios para que él tenga una idea clara de cómo lucirían.

- Una vez que logramos salir de la ciudad, visitamos Chordeleg, Gualaceo y Sígsig. El paisaje es similar al del norte de California, dijo Bruce. Encontramos a Víctor, el campesino de Sigsig, en la carretera y bajamos a pie hasta su casa en la ladera de una montaña.

- Durante el regreso, Bruce estuvo pegado al asiento. Mientras bajábamos al valle de Cuenca, mi padre nos contó que una vez fue corredor de autos.

- Interior, noche. En una pizzería conocimos a tres universitarias canadienses que trabajan para una ONG en Quito. Bromeamos sobre los mapas de Ecuador.

Aparte del alto número de abogados, lo que más destacó Bruce de Cuenca es la cantidad de carteles políticos y de grandes casas deshabitadas o inconclusas. “El tipo que hace los banners para Alianza País está ganando mucho dinero”, dijo Bruce un poco preocupado. Sobre las casas comentó: “es irónico ver las vallas del gobierno que anuncian viviendas dignas cuando es claro que allí no hacen falta. Esta gente, que por lo general recibe dinero de familiares en el exterior, no necesita que les digan cómo vivir ni cómo trabajar”.

Jueves: Menos turismo, más Azogues


Llegamos a Azogues, la capital de la provincia de Cañar, a las nueve y media de la mañana. Conocimos a Tania en una oficina municipal de Turismo y fue nuestra guía por la ciudad. Subimos al Santuario Franciscano, construido en 1910, desde donde se ve todo Azogues. Luego recorrimos el museo de la Casa de la Cultura y almorzamos cascaritas, el plato típico de la ciudad, que es la piel del cerdo cocida con soplete. Tania nos llevó a Cojitambo, una montaña con ruinas incas y cañaris donde se puede ver una parte del Camino del Inca, la red vial que recorría el imperio incaico desde Colombia hasta Chile. El acceso era de tierra y muy empinado, con curvas muy cerradas. Mi padre disfrutó subirlo.

Al regreso de Cojitambo visitamos talleres de herrería y de esculturas en piedra. Bruce compró una hoz con mango de cuerno de toro, un martillo y un azadón. Ya en Azogues, Tania nos llevó a una tienda de ropa indígena tradicional. Nos atendieron dos señoras muy agradables, bromistas y tímidas a la vez. Para Bruce fue grato darse cuenta de que aprecian sus costumbres y valoran su trabajo. Se llevó un atuendo completo, incluido el poncho que se utiliza para el Pase del Niño, una festividad religiosa de esta zona del país que se realiza durante el Carnaval.

Volvimos a la Casa de la Cultura porque Tania nos había dicho que por la tarde se reúne allí un grupo de curanderas de Biblián, un pequeño cantón al oeste de Azogues. “Mejor que un baño de lodo”, dijo Bruce luego de la limpieza que le hizo una de las señoras. Nos dijeron que no debíamos pagarles porque lo hacían como un regalo, pero también insistieron en que no había que decir gracias. No nos dijeron por qué.


Viernes: Espiritualidad en las alturas

En el último día de viaje Bruce debía encontrarse con una amiga en el Terminal Terrestre de Guayaquil a las tres de la tarde para volver a Montañita. Para que llegue a tiempo, el plan era visitar Biblián y las ruinas incas de Ingapirca y luego tomar la vía de regreso a Guayaquil que pasa por el cantón azucarero de La Troncal.

Desayunamos, salimos, nos perdimos y finalmente llegamos a una iglesia de Biblián cuyo altar está fundido con la montaña en la que está construida. Nada más subir hasta la entrada es un acto de fe. Hay una vía asfaltada por la que suben los carros y otra, la original, hecha con piedras extraídas de la zona, al igual que la iglesia. Bruce subió todo lo que pudo, incluso por una escalera oxidada que llevaba a la cúpula, el punto más alto del lugar.

Enseguida partimos hacia las ruinas de Ingapirca. No nos decepcionó, pero tampoco fue una sorpresa: habían muchos turistas y muchas ruinas iguales a las que vimos en Cojitambo. Un lugar aseado y rutinario. La iglesia de Biblián, casi a la misma altura, tiene un mayor capital emocional; supongo que los católicos españoles que ordenaron su construcción sabían muy bien lo que hacían.

A las 12:00 nos acomodamos para cruzar y bajar la cordillera en menos de tres horas. Bruce todavía no podía creer que es posible pasar del páramo a la selva tropical en tan poco tiempo. Un poco antes de salir de la cordillera fijamos la mirada hacia el oeste. La visión de la carretera que entra a la Costa, una recta larguísima con un río que corre al lado derecho, es imperdible. Ya cerca de Guayaquil, mi padre nos confesó que su estilo de manejo “es una mezcla de la velocidad y precisión americanas y la valentía latinoamericana”.

Epílogo


Dice Toni Puig que hay tres clases de ciudades: las que nada hacen, las que imitan y las que crean su propio futuro. En el Austro del Ecuador, la gente se ha dado cuenta de que tiene que innovar y rediseñar para funcionar y no morir. De vuelta en la Costa, el paisaje urbano cambió drásticamente. Bruce cree que es un retroceso con respecto a la Sierra. En la Costa algunas ciudades como Guayaquil copian lo que otras hacen y a duras penas sobreviven –y a su vez son copiadas por otras como Machala–, algunas ya están muertas y son ciudades cementerio, como Progreso, Zapotal y otros pueblos vía a la Costa.

¿Los costeños hacemos turismo en Ecuador? ¿Sabemos cómo se vive al otro lado de la cordillera? En Azuay y en Cañar las ciudades son limpias y relativamente ordenadas. En Azogues tienen un sistema de parqueo muy particular: las calles están divididas en sectores y hay que comprar una tarjeta que permite estacionarse de acuerdo al tiempo necesario. Cuenca es muy visitada por extranjeros pero lo más interesante está en sus alrededores.

Lo que aprendimos en este viaje es que el turismo, más que una droga popular, es una larga conversación en movimiento: el turista es un aprendiz de habitante local y el guía es su anfitrión. Quienes dan por sentado la pertenencia a un territorio solo por haber nacido en él están viviendo una existencia incompleta y vulnerable. Conocer un país es desdoblar y recorrer sus pliegues, solo así se puede decir que uno es, en lugar de simplemente estar.

(*) Publicado en Gkillcity, portal de periodismo alternativo, el 3 de febrero de 2014.

19.1.14

La revolución de Claudia Piñeiro*


En su libro Léxico familiar, la escritora italiana Natalia Ginzburg apunta: “Los libros que se basan en la realidad con frecuencia son solo pequeños atisbos y fragmentos de cuanto vivimos y oímos”. La frase define muy bien al texto que la contiene y le da al lector la oportunidad de pensar en aquello que llamamos Realidad, de la cual, a veces, suele surgir una categoría literaria denominada Realismo. La R mayúscula, en ambos casos, sirve para acentuar el carácter total e inequívoco de estas palabras. Pero lo que ocurre alrededor nuestro sucede con tal rapidez y amplitud que las palabras apenas pueden acercarse a una pequeña parte en cualquier instante.

Claudia Piñeiro, reconocida autora argentina de literatura policial, publicó Un comunista en calzoncillos (Alfaguara, 2013) como una novela que surge de su propia experiencia de vida. Por eso decidió comenzar su libro con una larga cita en la que está incluida la mencionada frase de Ginzburg. Se trata de una reconstrucción de la memoria en la que la ficción cumple el rol de puente entre aquello que sucedió y aquello que la autora recuerda o prefiere recordar.

Una memoria que lo recuerde todo, hasta el más mínimo detalle, no puede ser más que una tragedia. Borges lo demostró con Funes, el desafortunado personaje de uno de sus cuentos. La memoria es selectiva, pero también puede ser caprichosa con el recuerdo del dolor y la tristeza. Siguiendo esta definición, Un comunista en calzoncillos acude a un corto lapso particularmente significativo para Piñeiro y para el resto de los argentinos, aunque no precisamente por los mismos motivos.

Teniendo en cuenta que una literatura realista es por definición imposible y que la memoria es un archivo falible, Piñeiro se desentiende del problema de representar la realidad mediante una operación que no responde a un interés funcional ni a uno meramente emocional. Piñeiro recuerda y escribe un momento de su pasado y termina comentando una época en general confusa y dolorosa.

Un comunista en calzoncillos relata los eventos cotidianos de una familia descendiente de inmigrantes españoles en Burzaco, una localidad al sur del Gran Buenos Aires, desde fines de 1975 hasta los primeros meses de 1976. Es decir, inmediatamente antes y durante el golpe de Estado que inició a la dictadura militar presidida por el general Jorge Rafael Videla.

La memoria, reflexiona Piñeiro, es un juego de cajas chinas. A través de ella uno se desliza como entre hipervínculos, por eso la forma de este libro se adecúa muy bien al relato que se cuenta. La narración de la primera parte tiene su continuación en la segunda, cuyos hechos y nuevas historias funcionan como desviaciones que pueden o no leerse.

Pero no se trata de una literatura de los hijos, como llaman en Chile a la obra de ciertos escritores jóvenes que, de una manera u otra, vuelven a la época de la dictadura de Pinochet, aquella en la que fueron niños, para, entre otros propósitos, aliviar esa carga emocional. Tampoco es una literatura del yo, ni una novela autobiográfica convencional.

Claudia Piñeiro regresa a su temprana adolescencia y narra en primera persona lo que recuerda de la relación con su padre en ese tiempo. Así, nos enteramos de que a él lo han despedido de su trabajo y ahora se dedica a vender ventiladores, de que le dedica un tiempo considerable de cada día a ejercitarse y de que se llama a sí mismo comunista.

“La altura del propio padre marca un límite, para bien o para mal, con la que se mide a todos los hombres, los que ya conocemos y los que aparecerán en la vida futura”, explica la narradora. Este libro no es solamente una rememoración de la infancia sino un tributo a un padre especial, riguroso e íntegro.

La relación de ella con su padre pasa por puntos altos y bajos. Desconfía de él y le da la razón, intermitentemente. Ella sabe que él se dice comunista más que nada para llevar la contraria, pero también para darse ánimos ante la desesperanza. Es un individualista incorregible, casi un anarquista deleuziano: “era mi padre contra el resto de la humanidad”, dice la narradora.

Aparte del talento para contarlas, un gran libro solo necesita 2 cosas: un acto y una idea. El núcleo del libro de Piñeiro consiste en el descubrimiento, como si se tratase de una novela de formación, de esa idea que se presenta como actitud ética y que será legada por el padre a su hija, aunque casi sin proponérselo. Esa semilla permite el surgimiento de la segunda característica, el acto que le otorga un desenlace revelador a la novela.

 Lo que moviliza todo esto, sin embargo, es el incidente por el Monumento a la Bandera. La ciudad de Burzaco le disputa a Rosario el privilegio de honrar el símbolo patrio. Se forma una comisión, de la que evita formar parte el padre de la narradora, y deciden organizar un desfile el Día de la Bandera en el que asistiría Videla. La joven narradora debe participar y, a última hora, le asignan el lugar de portaestandarte.

Él no quiere que lleve la bandera. La madre asegura que eso no la hace cómplice (de la dictadura, se entiende), pero él insiste que sí, porque la niña es capaz de entender lo que ocurre. Cerca del final, él se confiesa ante su hija: “La resistencia, a veces, no se compone más que de pequeños actos”.

En Un comunista en calzoncillos asistimos a la maduración de Piñeiro como escritora. Una vez que la idea se ha convertido en acto, el libro concluye con una dura pero lúcida reflexión de la narradora. En esa transformación ética está la esencia de una literatura de calidad.

(*) Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural del diario El Telégrafo, el 19 de enero de 2014.