11.5.14

Mario Levrero, el escritor iluminado*


Hace casi 10 años, el 30 de agosto de 2004, murió en Montevideo una persona de 64 años cuyo nombre corriente era Jorge Varlotta. Eso, quizás un poco más, es lo que podría decirse como resumen de su biografía. Ocurre, para maravilla de innumerables lectores, todo lo contrario: Jorge Mario Varlotta Levrero, su nombre completo, más que persona fue un personaje de su propia vida y de las extrañas situaciones que esta le ponía delante. Así, no es justo ni riguroso decir que hubo algo corriente en su vida ni que dejó de existir, físicamente, hace casi 10 años.

Tampoco es justo ni riguroso encasillar a la totalidad de la literatura de un país dentro de una sola categoría, pero muchas veces este pasatiempo de la crítica ayuda y beneficia a quienes buscan un orden y un asidero en sus lecturas. Ángel Rama, un uruguayo reconocido como uno de los críticos más importantes de Latinoamérica, estableció una denominación para cierta obra de su país que se resistía a ser clasificada y que destacaba por sobre el resto de la producción nacional. Rama llamó “los raros” a autores como Felisberto Hernández y Armonía Somers, partícipes de un leve surrealismo o antirrealismo. Aquí entran, fácilmente, otros como Juan Carlos Onetti, Marosa di Giorgio, Felipe Polleri, nuestro Mario Levrero e, incluso, Dani Umpi y Leo Maslíah.

El comentario de sobremesa va algo así: Chile es la tierra de los poetas; Argentina, de los cuentistas; México, de los novelistas; y Uruguay, de los raros. Lo cierto es que detrás de toda broma hay una realidad llevada al límite y una verdad oscura pero precisa.

Fogwill, por otro lado, no lo vio así exactamente y decidió que Argentina debía reclamar a Mario Levrero como uno de los suyos. En la contratapa de una de las ediciones de La ciudad, Fogwill escribió: “La literatura argentina se extiende 250 kilómetros más allá de la costa, o sea, llega a Montevideo, porque tiene que entrar Mario Levrero”. Pero, al contrario de lo que sucedía y sigue sucediendo con el mate, el dulce de leche y Carlos Gardel, la de Levrero no era una disputa a gran escala. Mejor dicho, no era una disputa sino una insistencia de algunos escritores y editores que vieron su potencial literario y, más que ‘descubrirlo’, lo ayudaron y se arriesgaron para que comience a publicar y se vuelva el autor de culto que es hoy.

Uno de los primeros lectores, reseñistas y promotores de Levrero fue el argentino Elvio Gandolfo, quien en 1968 cruzó el Río de La Plata, donde llegó a sus manos la versión en plaqueta de ‘Gelatina’, el primer relato publicado del uruguayo. Al regresar a Rosario, Gandolfo sacó un comentario en El Lagrimal Trifulca, la revista que editaba con su padre. Años después, ya amigos, fue Levrero quien ‘bendijo’ a Gandolfo cuando este publicó su cuento ‘Vivir en la salina’, cuya dedicatoria dice, escuetamente: “A Jorge Varlotta”.

Esa tarea autoimpuesta de propiciar la escritura en los demás y dar confianza a los autores primerizos volvió en los últimos años de Levrero, cuando se dedicó a estimular talentos ajenos a través de incontables talleres literarios. No obstante, su personalidad obsesiva y su lucha con la disciplina nunca se llevaron bien con las tertulias o las reuniones literarias donde hay que tener una opinión para todo y aun así no es bien visto quedar mal con alguien. Levrero fue más bien un hombre en suspenso, como el de la famosa novela de Saul Bellow.

Su vida y su obra se entrelazan de una forma tan particular, con una evidencia creciente a lo largo de los años, que es muy fácil confundir cualquier intento de lectura amplia con simple biografismo. Pero Levrero pobló su escritura —o, en otras palabras: se volvió su literatura— deliberadamente. Entonces, la pregunta es: ¿para quién escribió Levrero? Escribió para el lector pero no para el lector. Para él. Para el lector en él.


Creador de una extensa, ecléctica y delirante obra, Levrero es mejor conocido por 2 trilogías —o, para ser más precisos: 2 trilogías fortuitas— que semejan un paréntesis que interrumpe su línea de vida para insertar en ella la literatura como una especie de meta-vida. Las novelas son: La ciudad, París y El lugar (publicadas entre 1970 y 1982), y Diario de un canalla, El discurso vacío y La novela luminosa (publicadas entre 1992 y 2005).

En Diario de un canalla, Levrero escribió: “No estoy escribiendo para ningún lector, ni siquiera para leerme yo. Escribo para escribirme yo; es un acto de autoconstrucción”. Y en El discurso vacíodejó claro qué era lo que le provocaba hacer con su escritura: “Cree la gente, de modo casi unánime, que lo que a mí me interesa es escribir. Lo que me interesa es recordar, en el antiguo sentido de la palabra (= despertar)”.

¿Fue por esa predisposición que Levrero decidió publicar con un seudónimo y no con su verdadero nombre? Pero, ¿puede afirmarse sin dudar que “Mario Levrero” no era su verdadero nombre y por lo tanto sirvió, efectivamente, como un método de ocultamiento? En la página web que armaron algunos de sus antiguos talleristas, hay varias respuestas dadas por el mismo Levrero a estas preguntas:

“No sentía (ni siento) que lo que escribo es mío; soy muy dependiente de una inspiración que no radica en mi yo y a veces suena bastante ajena. Pero simultáneamente sentía que sí, que de alguna manera eso forma parte de mi ser (aunque no de mi yo), de modo que no elegí un seudónimo cualquiera […] sino uno integrado por mi segundo nombre y mi segundo apellido. De ese modo también homenajeo a mi padre con su nombre y a mi madre con su apellido. Además quería ocultarme, porque no estaba seguro de que lo que escribía tuviera algún valor; no quería dar la cara. También quería ocultarme porque hacer literatura era, desde el punto de vista de mi padre, una actividad vergonzosa, improductiva y más bien cosa de homosexuales. No me ocultaba de mi padre, que a esa altura ya había modificado bastante sus puntos de vista, sino de su figura internalizada que yo proyectaba desde el inconsciente a toda la sociedad”.

¿Qué quería lograr con su escritura y por qué se le hizo necesario ese ocultamiento? En su libro El portero y el otro, incluyó una auto-entrevista en la que lo explica: “…la literatura es una de las formas posibles de comunicar a otros seres una experiencia personal que cae fuera de las formas habituales de percepción […] Creo que en las experiencias más triviales y cotidianas hay material artístico; la condición es que en ellas esté presente el espíritu del artista”.

La obra de Levrero, entonces, mezcla la imaginación, la experimentación y los (sub)géneros de la literatura como el policial y la ciencia ficción con su propia vida. Sus libros publicados pueden dividirse en colecciones de relatos fantásticos, surrealistas y kafkianos (La máquina de pensar en Gladys, Espacios libres); novela fantástica, surrealista y kafkiana (La ciudad, El lugar, París); novela autoficcional realista (El discurso vacío, La novela luminosa); y el folletín o la parodia policiaca (Dejen todo en mis manos, La banda del ciempiés).


Volvemos a Elvio Gandolfo, quien el año pasado dio en Buenos Aires una clase magistral sobre Levrero. El escritor argentino desmenuzó la vida y la obra de su par uruguayo en varias ‘vidas’ que daban cuenta de los sucesivos y diversos períodos geográficos y biográficos. Aunque en La novela luminosa Levrero haya escrito que “me recordarán nada más que por loco. En otras palabras: mi auténtica función social es la locura”, la verdad es que nunca lo fue. Levrero tuvo una sola vida, como casi todo el mundo, pero expresada a través de distintos planos de personalidad y pasos cronológicos.

Las ‘vidas’ desarrolladas por Gandolfo comienzan por la más remota y oscura: la niñez y la juventud. ‘Semisecreta: entre 1940 y 1965’: en esta etapa, que fue intencionalmente ocultada por Levrero, destacan la madre sobreprotectora, el mal diagnóstico de un soplo al corazón que lo libró de ir a la escuela y las vacaciones de verano en el balneario de Piriápolis.

Enseguida viene la ‘Explosión’, que se extiende a lo largo de 2 décadas. Esta es la época de la literatura y de la primera y gran producción. Conoció, como se dijo, a Gandolfo y su padre, y al editor argentino nacido en España, Marcial Souto. En estos años publicó su famosa trilogía involuntaria compuesta por La ciudad, París y El lugar. Se mudó a la ciudad argentina de Rosario en 1969 y más adelante, en 1972, vivió en Burdeos, Francia, otros cuantos meses. Según Gandolfo, es en esta fase cuando le fue dado “el conocimiento necesario para afirmarse dentro de una obra que incluía la exploración y búsqueda de sí mismo como un eje central” gracias a su incipiente grupo de inseparables amigos. Al mismo tiempo, Levrero desarrolló una enfermedad que culminó en una operación de vesícula; esto, aunque aparentemente nimio, ocupó un espacio de suma importancia en su vida posterior y es lo que desató la necesidad de escribir La novela luminosa.

En 1985, su amigo Jaime Poniachik lo invitó a Buenos Aires para trabajar en unas populares revistas de acertijos. “Trabajo y gran ciudad”, llamó Gandolfo a esta ‘vida’ que solo duraría 3 años, hasta 1988. Pese a la brevedad de su estancia en Buenos Aires, Levrero descubrió el alto nivel de eficacia que podía lograr en su trabajo. Mejoró su posición económica: “Me pagaba mis vicios y, por lo demás, siempre fui buen pobre”, escribió sobre esos años en La novela luminosa. Aparte de los juegos de ingenio, también se dedicó a hacer crucigramas, historietas y guiones. Hacia el final de esta ‘vida’, Levrero dejó de escribir literatura, se bloqueó, pero salió airoso de la mejor manera posible con Diario de un canalla. En este libro inauguró una etapa estilística final —no de madurez— que consistía en el registro de la realidad más inmediata sin por ello limitar su capacidad de abarcar distintos planos.

En ‘Ciudad pequeña y vida familiar’, entre 1989 y 1992, Levrero inició un cuarto ciclo personal con la mudanza a la ciudad uruguaya de Colonia con Alicia Hoppe, su nueva compañera sentimental, y Juan Ignacio, el hijo de ella. Comenzó a dar sus primeros talleres de literatura. Esta vida familiar, aunque amena y estable, fue en ciertos momentos una ‘temporada en el infierno’, como la llamó Levrero en un reportaje. Finalmente, regresó a Montevideo, una ciudad clave en su vida y en su obra.

‘Otra vez Montevideo y computadora’, tituló Gandolfo a la última de las ‘vidas’ de Levrero. Por un poco más de una década, de 1993 a 2004, año de su muerte, Levrero cimentó aún más la suspensión de su vida (en el sentido de la mencionada novela de Bellow); se separó de Alicia Hoppe; inició una nueva relación sentimental con la Chica Lista (tal como la llama en La novela luminosa) y otra, de carácter creativo, con Leo Maslíah, reconocido cantautor y escritor uruguayo; y comenzaron a aparecer sus ‘Irrupciones’, abundantes colaboraciones que salieron en la revista Posdata.

Lo más interesante de sus últimos años tiene que ver con el uso de la computadora. En La novela luminosa —un libro que concluye gracias a la Beca Guggenheim que recibe en el año 2000 y en el que detalla minuciosamente su relación con el aparato— escribe unas líneas reveladoras y desde las cuales se podría pensar la forma de vida en el siglo XXI: “Si me he mudado a vivir en el mundo de la computadora, es porque casi no hay para mí otro mundo posible. ¿Adónde podría ir, qué otra cosa podría hacer? ¿Qué otra posibilidad hay de un diálogo inteligente? Y afectos. Distantes, distorsionados por las palabras (y aun los sonidos) que los transcriben, están sin embargo allí al alcance de la mano”.

Tras dejar la mayoría de sus asuntos en orden, Levrero murió en su ciudad natal. El velorio, como atestigua Gandolfo, fue multitudinario. El resto, como sucedió casi de forma similar con el chileno Roberto Bolaño, es parte del extenso anecdotario de la literatura. De lo que puede leerse en su obra, Levrero fue, o es, un escritor iluminado (“Yo soy hombre del Espíritu Santo”, escribió en La novela luminosa, luego de describirse como un católico coyuntural y no practicante; de hecho, y basándose en el poema que abre El discurso vacío, no sería equivocado hablar de un catolicismo zen, muy presente en su literatura tardía). Sería incorrecto decir que el lector que se acerque por primera vez a sus libros encuentre en ellos a un autor luminoso, mucho menos a alguien iluminador; lo cierto es que, parafraseando una frase suya, la única luz que se encontrará en esas páginas será la que les preste el lector.


Mario Levrero por sí mismo

¿Quién fue Mario Levrero? ¿Por qué escribía? ¿Qué quería hacer con su literatura? Luego de recorrer varios hitos de su vida y de enumerar algunas de sus obras y su clasificación crítica, queda claro que no hay nadie mejor para hablar de Mario Levrero que él mismo. A continuación, una recopilación de frases extraídas de algunas de sus novelas y que resumen y ejemplifican el ‘circo Levrero’: un personaje de Beckett que escribía como Kafka.

Dejen todo en mis manos:

—“Hay una sola categoría posible para mi literatura: buena, pero...”

—“Esa angustia habitual al emprender un viaje, aunque sea corto. Es una mezcla de temor a lo desconocido con una nostalgia anticipada por las cosas y los espacios de mi casa”.

—“Me gusta aburrirme, pero no a la fuerza”.

El discurso vacío:

—“Creo que la computadora viene a sustituir lo que un tiempo fue mi inconsciente como campo de investigación. En mi inconsciente llegué a investigar tan lejos como pude, y el subproducto de esa investigación es la literatura que he escrito”.

—“Es apropiado y positivo tener un rito como este de escribir todos los días como primera actividad. Tiene algo del espíritu religioso que tan necesario es para la vida”.

—“La gente suele decirme: ‘ahí tiene un argumento para una de sus novelas’, como si yo anduviera a la pesca de argumentos para novelas y no a la pesca de mí mismo. Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma, y no invenciones”.

La novela luminosa:

—“No me interesan los autores que crean laboriosamente sus novelones de 400 páginas, en base a fichas y a una imaginación disciplinada; solo transmiten una información vacía, triste, deprimente. Y mentirosa, bajo ese disfraz de naturalismo. Como el famoso Flaubert. Puaj”.

—“No he devenido escritor por vocación, sino por complejas razones socio-político-económico-psíquicas”.

—“Kafka representó para mí algo así como un hermano mayor, que había llegado antes a una visión del mundo parecida a la que yo estaba descubriendo; pero, sobre todo, me convenció de que no era necesario escribir bien”.

—“Vale la pena llegar al aburrimiento, tocar fondo en el aburrimiento, porque de ahí nacen los impulsos correctos”.

—“Que nadie se llame a engaño: no tengo ninguna gran sabiduría para transmitir y espero no llegar a tenerla nunca”.

(*) Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural de diario El Telégrafo, el 11 de mayo de 2014.