18.4.14

Escena de una vida de provincias*


Hace un tiempo escribí en Twitter que el mejor libro de la literatura ecuatoriana todavía está inédito. Esto no es, como podría pensarse, un comentario irónico o despectivo hacia la producción literaria local.

El libro al que hacía referencia en ese tuit existe y no lo he olvidado desde la primera vez que lo leí en mi adolescencia temprana. Es el único ejemplar que he visto; se trata de una pequeña carpeta con hojas impresas a computadora y que, al día de hoy, se encuentran amarillentas y pegoteadas. Su autor era un amigo de mi padre al que no hemos visto hace casi veinte años. Y, aunque tengo la sensación de haberlo conocido, la verdad es que no lo recuerdo. Si excluimos la vaga imagen que guardo en mi memoria de mi padre leyéndola, y si suponemos por un momento que su autor es de aquellos que, como César Aira, no leen lo que escriben, bien podría ser yo el único lector de esta obra infortunada. Pero dado que esto se trata, en definitiva, de comentar una lectura disponible para un hipotético lector a la espera de una recomendación, entonces el libro que ahora mismo me resulta imprescindible y fundamental es, sin duda alguna, uno de Albert Camus.

Me gustaría creer que cualquier persona medianamente escolarizada conoce La peste. Así como cualquier fan atento de The Cure conoce o sabe de qué va El extranjero, un libro que me costó un noviazgo por motivos que no hace falta detallar aquí. La primera de estas novelas es una obra maestra y un clásico del siglo XX; en ella Camus desarrolla su idea de la santidad laica y de la amistad como el último bastión de la resistencia política. De la segunda, por otro lado, podría arriesgarme a decir que se trata de la culminación de una investigación literaria sobre el sentido de la vida en contraposición a la nada. Proyecto que —arriesgo una vez más— inicia con otro libro, uno que recién fue publicado a diez años de la muerte del autor francés y que, curiosamente, comparte espíritu y ciertas ideas con el inédito del que hablé antes. Me refiero a La muerte feliz, una novela corta que también leí en mis primeros años de adolescencia, esta vez en el octavo tomo de una colección de literatura universal editada por La Oveja Negra. Estilísticamente no difiere demasiado de El extranjero, pero sí en cuanto al tema. Patrice Mersault (parecido al Meursault de El extranjero) es el protagonista, quien luego de asistir un suicidio abandona su trabajo inane y se dedica a la búsqueda de la felicidad con el dinero del recién fallecido. Como es de suponer, no la encuentra sino en soledad y al borde de la muerte, de su muerte feliz. Después Camus sustituyó —en una operación coyuntural— esta posibilidad de un sentido vital por la nada y el absurdo.

Crecí en un lugar apartado de cualquier centro significativo, en medio de un paisaje marcado por la belleza de la naturaleza y la velada crueldad de una sociedad dividida, así que pueden imaginarse de qué forma la lectura estupefacta y arrebatada de esta novela contribuyó a formarme ética y espiritualmente en una edad por lo demás frágil y conflictiva.


13.4.14

Una literatura moral de la Gran Guerra*


Hay una línea en Verano, el tercer volumen del particular proyecto autobiográfico del sudafricano J. M. Coetzee, que resume, no sin pesimismo, el derrotero del siglo XX: “De la misma manera que el destino de ciertas generaciones es que la guerra las destruya, así el de la generación actual es, según parece, que la política las avasalle”. A partir de esta frase, Coetzee comenta la Sudáfrica de sus años de adultez, pero también podría servir para ilustrar el ambiente provocado por la Primera Guerra Mundial en el continente europeo.

En una oportuna operación que merecería un comentario aparte, el escritor francés Jean Echenoz —ganador en 1999 del distinguido Premio Goncourt— publicó 14 (Anagrama, 2013), una novela acerca de la guerra que estremeció a Europa hace 100 años. Perdida en la traducción y breve como la obra que describe, la contratapa original de la novela de Echenoz en Éditions de Minuit es una pieza literaria en sí misma: “Cinco hombres se van a la guerra, una mujer espera el regreso de dos de ellos. Falta saber si volverán. Cuándo. Y en qué estado”. Este es un libro intenso y evasivo que deja al lector preguntándose por el desmoronamiento de toda una generación de franceses.

La novela de Echenoz debe leerse como parte de una misma corriente junto a otras como Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi, y Seda, de Alessandro Baricco. Se trata de novelas cortas en las que no importan tanto el argumento, los personajes o la veracidad del trasfondo histórico, sino la consecución de un aura, una sensación particular que el autor propone y a la que el lector debe llegar. Son fabulaciones en torno a un ecosistema favorable al desarrollo de una idea y a la consecución de una moral propia.

Provenientes de una familia dedicada a la industria del calzado, Anthime y Charles Sèze son 2 hermanos que deben partir inesperadamente a la guerra, un evento que, a pesar de todo, propicia la amistad pero no el amor. Los 3 amigos de Anthime —Padioleau, Bossis y Arcenel— marchan con él; mientras que Charles tiene que abandonar a Blanche, su prometida. En 14 tiene lugar un triángulo amoroso apenas insinuado que recién toma forma al final del libro, cuando de ninguna manera podría seguir siendo llamado un triángulo amoroso bona fide.

Dueño de sus recursos narrativos, Echenoz armó en un poco más de 100 páginas una estructura mínima con un argumento que recorre linealmente 4 años de guerra y que, pese a su cualidad de lectura fluida, necesita de más de un momento para tomar un respiro antes de continuar. Sus personajes aceptan la fatalidad con resignación y relativa calma; todo va mal y todo puede ir peor. Incluso los civiles, de quienes podría pensarse que apoyarían a sus soldados, parecen dispuestos a sacar el mayor provecho económico posible de la situación. Y, por supuesto, la fábrica de zapatos de la familia Sèze no es una excepción.

Es probable que la clave detrás de las intenciones de contar hoy una tragedia de hace un siglo las dé el mismo Echenoz en las primeras páginas de 14. Anthime había salido a dar un paseo en bicicleta cuando el llamado a la movilización sonó desde las campanas de la iglesia. Al volver, un bache hizo que se cayera el libro que él llevaba consigo, “que se abrió en su caída para permanecer eternamente en solitario al borde del camino, reposando boca abajo en uno de sus capítulos, titulado Aures habet, et non audiet”.  Es el llamado moral que Echenoz pronuncia a destiempo: “Tienen oídos, pero no escuchan”. Al mismo tiempo, no hay nada en la visión desmenuzada de la novela que propicie un sentimiento de esperanza.

Una voz omnisciente, cercana a los personajes pero distante temporalmente, narra los hechos en tercera persona. Toma partido y comenta lo que sucede como si fuera un personaje más, un transcriptor de la historia. O como si se la contara a alguien más. ¿Qué quiere decirnos al contarnos su historia de la guerra? ¿Por qué no se explaya en los detalles? ¿Por qué la brevedad? Y, sin embargo, unas cuantas líneas excesivamente fidedignas con los detalles —y que a ratos se cargan de una fría ironía— son lo suficientemente explícitas y viscerales como para estremecer al lector.

“Todo esto se ha descrito mil veces”, así interrumpe el narrador de 14 su propia verborrea. Esta distancia con lo que se cuenta y el irregular deseo de objetividad convierten a la voz omnisciente en una suerte de demiurgo que dispone de los personajes a su antojo. La aberración y la arbitrariedad de la guerra parecen, a menudo, la aberración y la arbitrariedad del narrador. No parece haber una simpatía especial por los protagonistas, quienes más bien sirven como conductores de la mencionada advertencia moral.

El interés principal de la novela parece oscilar entre la guerra y entre Anthime y los efectos que la guerra produce en él. Uno de los méritos de Echenoz es el de haber logrado comprimir la historia en la densidad y la brevedad de un poema; un ejemplo de esto es la bella y sórdida imagen de los soldados franceses avanzando hacia el enemigo entre un paisaje bucólico, con su uniforme azul y rojo, escoltados por una banda de música interpretando La Marsellesa. Sin embargo, el novelista francés falla en su meditación sobre el destino de las generaciones bajo el sinsentido de la guerra al no comprender que la mayoría de las naciones europeas la consideraban no como un horror que debe evitarse a toda costa, sino como un instrumento político útil. Esto, como bien lo supo ver el Coetzee de Verano, ya no es así.

(*) Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural de diario El Telégrafo, el 13 de abril de 2014.