18.11.13

Los sueños de un escritor materialista*


“Ser viejo es haber empezado a respetar los sueños”, con este epígrafe empieza La gran ventana de los sueños, el primer libro póstumo del escritor argentino Rodolfo Enrique Fogwill que falleció en agosto de 2010 a causa de una afección pulmonar. Tenía 69 años. Fogwill —así, a secas, le gustaba que se lo llamara— dejó tres obras listas para ser publicadas. Se espera que, al igual que esta, las otras dos (Nuestro modo de vida y La introducción) sean publicadas por Alfaguara en los próximos meses.

Habituado a llevar un cuaderno de anotaciones, Fogwill incluyó en ellos breves apuntes de sus sueños. Lo hizo durante casi toda su vida. Los textos que aparecen en La gran ventana de los sueños no son una reproducción exacta de esos apuntes sino narraciones elaboradas a partir de estos. Entre cada sueño, además, Fogwill incluye su propia interpretación, aunque digresiva y más bien de corte literario, como una reconstrucción de lo soñado. Como dice el subtítulo, este libro se trata de citas de su diario de sueños. La versión final se armó a base de las varias halladas en su computadora y en las de algunas personas que las recibieron de manos del autor.

Todos los animales tienen sueños. Sin embargo, las reacciones que los humanos tenemos frente a ellos se reducen, entre otras cosas, al mero recuerdo en ese pequeño espacio de soledad que es el momento inmediato al despertar. Pocas son las personas que escriben sus sueños. Y muy pocas, poquísimas, las que los transcriben.

Si soñar es una actividad involuntaria que nos ocupa a todos, ¿por qué es tan difícil mantenerlos en la memoria? Y si pudiésemos recopilar nuestros sueños en su totalidad, o al menos una gran parte de ellos, ¿por qué no habríamos de sacarles un provecho significativo para nosotros mismos o para los demás, si nos es permitida una vanidosa ambición?

Varios son los escritores que han tratado el asunto de los sueños, unos como tema y otros como parte integral de alguno de sus libros. Entre ellos están Soñario, de Mempo Giardinelli; El mundo bajo los párpados, de Jacobo Siruela; El libro de sueños, de Jorge Luis Borges; y La cámara oscura, de Georges Perec. En la última de las obras citadas, precisamente, se encuentran dos frases que pueden ser útiles para acercarse al libro de Fogwill, del que no se puede resumir su argumento, simplemente porque no lo tiene. “Creía que anotaba los sueños que tenía: me di cuenta de que, muy pronto, solamente soñaba para escribir mis sueños”, explica Perec. Hasta aquí tenemos la reflexión acerca de una rutina desdoblada y vuelta a convertir en rutina. Lo interesante es cómo concluye el autor francés: “De esos sueños demasiado soñados, demasiado releídos, demasiado escritos, ¿qué podría yo esperar a partir de ahora sino convertirlos en textos, en manojo de textos depositados como ofrenda en las puertas de este ‘camino real’ que me queda por recorrer con los ojos abiertos?”.


¿Qué es ese manojo de textos depositados como ofrenda sino el último regalo de un autor tremendamente honesto y que sabe que su vida no es más que provisoria? ¿Y qué se recorre con los ojos abiertos si no son esas “cosas negras hechas de puro olvido” que conforman la memoria, los sueños y la muerte?

Para recordar los sueños, según Fogwill, solo hace falta anotarlos al despertar y acostumbrarse a despertar justo en el momento de haberlos soñado; es decir, abrir una ventana. Pero esta es una ventana que no da a ningún sitio reconocible a primera vista, sino a “pura imagen y tiempo que no suceden en lugar alguno”. Comunicar un sueño implica manipular símbolos con aquello de lo que carecen: lenguaje. Paradójicamente, las palabras de ese lenguaje nombran pero no logran contener al símbolo del sueño. Transcribir un sueño es traicionarlo y traicionarse uno mismo (esta idea —coincidencia o no— está escrita en el libro de Perec  y en el de Fogwill, con ligeras variaciones).

El registro de los sueños es, en la mayoría de los casos, un ejercicio de lectura de uno mismo que resulta inentendible para cualquier otra persona que no sea el que los soñó. Es entonces cuando la literatura acude como ejercicio de memoria, como forma de depositar ese registro en un dispositivo externo al autor. La intención queda clara, no sin cierta ironía, cuando Fogwill escribe: “Me distraje calculando cómo convertir esta imagen en un pronunciamiento sobre la literatura o el arte”. Y no solamente acude la literatura al auxilio del mecanismo de la escritura, ya lo había hecho mucho antes, incluso, de que aparezca la idea de este libro: “Aprendí más sobre mis sueños de mar compilando una colección de grandes poemas de mar que rumiando aquellas interpretaciones puntuales”, escribe Fogwill, refiriéndose, también, a la labor de sus psicoanalistas, a quienes nunca dejó de frecuentar.

Tres escritores de fines del siglo XX son los más destacados de esa abstracción llamada literatura argentina. Esto no significa, por supuesto, que sean los mejores. Están César Aira, Ricardo Piglia y Fogwill. Entre la frivolidad posmoderna y el intelectualismo moral, Fogwill realizó una literatura en la que predomina el tratamiento del lenguaje como trinchera en el campo de batalla del poder, las instituciones, el discurso y el capitalismo corporativo.

El crítico español Ignacio Echevarría calificó a Fogwill de materialista, refiriéndose a la precisión técnica, al antipreciosismo y al llamado a la conciencia del lector. Su libro de sueños, por lo tanto, se inscribe en esa lógica, muy deudora de Kafka, del aprendizaje de la irrealidad como ejercicio indispensable para sobrevivir a la vida cotidiana. Ese es su cuidadoso legado.

(*) Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural del diario El Telégrafo, el 18 de noviembre de 2013.