23.11.13

Teoría de la casa



Publicaron un cuento mío en la revista chilena Ojo Seco. El post original lo pueden leer acá.


Teoría de la casa

Venía pensando en reescribir la literatura ecuatoriana por completo. Escribir una novela que fuera unremix mejorado y una crítica a modo de juicio sumario. Algo de mentira también debería haber; es decir, detallar categorías no del todo reales para cada escritor. Decir, por ejemplo, que Gabriela Alemán es la escritora del progresismo selectivo de la conservadora izquierda cultural quiteña.
Lo pensaba como se piensa casi todo en la vida: en el momento menos adecuado para escribirlo. Esos raptos de lucidez suelen darse en la ducha, al pie de una olla al fuego, regando el jardín, mientras se viaja en autobús, en los minutos antes de dormir, etcétera. Ese día la idea me llegó a la vez que iba cabalgando por ahí sobre mi bicicleta, como diría Arno Schmidt, mientras se me venían a la cabeza frases, personajes y varios tipos de estructura narrativa.
Miento: no estaba cabalgando sin rumbo fijo. Iba a ver a Inés, que recién había llegado de Estados Unidos. Estuvo casi un mes allá, becada por una fundación que también le da dinero a la universidad en la que estudia. Al llegar a su casa me olvidé de anotar el cuento y cuando Alejandra –la madre de Inés– me llevó a la sala, me di cuenta de que había olvidado casi por completo lo que venía pensando. No importa, todos los sueños nos parecen maravillosos mientras duran. Enseguida salió Inés de su cuarto con una cara rojinegra, como si hubiera estado llorando al sol durante varios días sin parar.
— No me veas así… ¡Y no me digas nada! Terminé con mi novio. Mi exnovio, ahora.
— …
— Fue por Twitter.
— ¿Rompieron por culpa de Twitter?
— No, tonto, fue por mensajes privados cuando yo estaba en Chicago. Antes de ayer vino a verme y todo terminó mal por una discusión inútil.
Hubo platos rotos y comida en el suelo, como en Hollywood, solo que Inés todavía vive con su madre y al final tuvo que limpiar y aguantar sus reproches. La escena de película, aparentemente, duró hasta la mañana que la visité. Inés me había llamado para que fuera a verla, pero me fue imposible saber si ya se sentía mejor o si planeaba desahogarse conmigo.
— Es extraño —le dije, tratando de distraerla—, tienes un nombre de vieja y tu madre uno de jovencita.  ¿Qué sentiste esa noche cuando te rompieron el corazón y te tocó juntar sus pedazos en frente de alguien que podría ser tu hija?
Una broma mal contada, pero sonrió. Alejandra no es precisamente un nombre adolescente, pero la relación que tienen las dos sí es al revés de lo que cabría esperar.
Llevé la bicicleta al patio trasero y la dejé amarrada a una palmera muerta. Inés insistió en salir a dar una vuelta por el barrio. Para conversar y despejar la cabeza es necesario caminar por los lugares de siempre, solo así se puede automatizar el movimiento y dejar de preocuparse por el recorrido. No hablamos hasta que pasaron unos cuantos minutos; preferimos permanecer callados. Habíamos inventado un silencio acogedor, en el que cada uno se concentraba en sus problemas, pero cerca del otro, quien a su vez estaba tan amistosamente dispuesto a entenderlos, que no necesitaba hablar.
— El sistema del silencio —me dijo, sin dejar de caminar ni de mirar al suelo.
Me asusté, pensé que de repente había aprendido a leer la mente.
— ¿Ah? ¿Eso no es el título de una novela? —le dije.
— Es el de un libro de cuentos, de una argentina. Pero la frase la digo ahora porque me vino como una idea.
— ¿La idea de que tú y yo nunca hablamos demasiado? —le dije.
— No, pero tampoco te equivocas.
Me contó que antes de vernos estuvo hablando con tres amigas. Una estaba al teléfono y las otras dos le habían hecho una videollamada por Skype en la que podían verse todas al mismo tiempo. Hablaron un rato hasta que Inés se cansó de dar explicaciones.
— Necesito parar un rato, el sol me está matando.
Inés siempre tiene fiebre al mediodía. Una vez, hace varios años, me contó por qué le pasaba eso, pero no lo recuerdo. Nos sentamos en un banco de la plaza que está junto a la casa de Magalí, una amiga en común. De pronto, si nos aburríamos, podíamos pasar a verla, si es que no había salido antes de que llegáramos. Lo bueno de ese lugar es que justo al otro lado de la casa de Magalí hay un restaurante de un uruguayo y como ninguno de los dos había almorzado nos pareció bien quedarnos ahí. Una parada de abastecimiento emocional. Inés fue a comprar empanadas y una Coca de dieta para ella, y yo me quedé revisando Twitter.
— ¿De qué se trata la teoría de la casa? —le pregunté cuando volvió.
— No sé, dime tú.
— Acabo de ver un tuit tuyo con esa línea: “la teoría de la casa”.
— ¿Me estás stalkeando? —me contestó.
— Te dije, acabo de verlo. ¿Lo tuiteaste mientras caminábamos? Es un buen título para un cuento o una novela.
El cuento con ese nombre ya existía. Inés lo había escrito luego de visitar la Casa Darwin D. Martin en Buffalo, Nueva York. La casa fue diseñada por Frank Lloyd Wright y construida durante los primeros años del siglo pasado. Según Wikipedia, el complejo en el que se encuentra la casa es uno de los mayores legados de la Prairie School —o escuela de la pradera—, un estilo arquitectónico popular en el Medio Oeste estadounidense de esos años.
— Pero, si entiendo bien, tu cuento no tiene que ver tanto con la casa como lugar sino como alegoría de tu vida sentimental.
Inés había logrado conjugar el volumen y la extensión del campo de batalla amoroso con una sensación de desarraigo íntimo y frustración ante cada espacio mal utilizado. La Casa Darwin D. Martin parecía hecha a su medida. Lo que hacía el cuento, finalmente, era proponer una teoría sobre la vida de Inés a partir de una serie de largas descripciones de sus encuentros amorosos fallidos.
— La casa soy yo —me dijo—, de la misma forma en que Flaubert lo decía de Madame Bovary. No sé si me explico y no estoy segura de que el cuento lo transmita, pero es algo que sentí el día que visité esa casa. Tienes que leerlo.
Le prometí hacerlo. Mientras volvíamos, me acordé de una novela de un escritor peruano que tiene un planteamiento similar al del cuento de Inés: un arquitecto despierta de un coma en una casa que diseñó, pero no lo recuerda. Allí está junto a su familia, y cada día va descubriendo que la casa no es una estructura cualquiera, sino que es más bien como la computadora de la película de Kubrick, un ente con poder. Esto no se lo dije a Inés.
Ahora estoy en la habitación de mi hermana escribiendo esto. Mudé mi escritorio y la computadora acá porque es el lugar más fresco del departamento. Tengo el cuento de Inés en la bandeja de entrada de mi correo electrónico, pero no lo quiero leer todavía. Estuve revisando mi cuaderno de notas en busca de alguna línea que pueda usar para comentar en Twitter con tono irónico y me di cuenta de que a menudo uso el verbo armar para referirme a la escritura. Puedo no estar muy equivocado. Escribir es como construir, en el sentido de una obra física, una estructura fija, habitable y permanente. Recuerdo una entrevista a un escritor cordobés y su idea de armar un proyecto, en lugar de escribirlo.
Puede ser que de alguna forma compleja yo también soy esa literatura ecuatoriana que leo poco y mal. En esa ausencia hay marcada, quizás, una contraparte personal, una falta en mí mismo. ¿Qué dice de mí y de mi tiempo la literatura ecuatoriana reciente? ¿Qué puedo decir yo de mí y de mi tiempo a través de la literatura ecuatoriana? En estas preguntas hay algo que se me escapa y me impide responderlas. Pienso que no se trata de la existencia de un orden —o  de su ausencia— en la literatura nacional, sino de lo simplemente desértico e intolerable.
Entro a Facebook y veo un mensaje nuevo de Inés. Me pregunta si leí el cuento. Está conectada en este momento. Le respondo que todavía no, que estaba intentando reconstruir la literatura nacional en un cuento-casa. Me envía un emoticono de risa y me dice que no le robe su teoría. Le digo que es en serio y me dice: «yo no leo literatura ecuatoriana porque todas esas historias ya las conozco». Mientras busco algo interesante en Youtube, Inés me vuelve a escribir: «me faltó completar mi relato, el incontable número de habitaciones de la casa puede ser un factor positivo, cuando un cuarto colapsa quedan otros para habitar, cuando se cierra una puerta pueden abrirse varias ventanas. Y las ventanas, como sabemos, también son virtuales. Es una especie de mecanismo metabólico, igual que la literatura». Asiento, inútilmente. Leo su cuento y entiendo que no se puede escribir lo que ya fue escrito. La literatura ecuatoriana nos define y nos cobija, no se puede salir de allí a menos que se quiera abrir la ventana y tirar todo a la calle y luego tirar la casa antes de que nos coma.
— ¿Mañana te vas a asomar a la ventana?

18.11.13

Los sueños de un escritor materialista*


“Ser viejo es haber empezado a respetar los sueños”, con este epígrafe empieza La gran ventana de los sueños, el primer libro póstumo del escritor argentino Rodolfo Enrique Fogwill que falleció en agosto de 2010 a causa de una afección pulmonar. Tenía 69 años. Fogwill —así, a secas, le gustaba que se lo llamara— dejó tres obras listas para ser publicadas. Se espera que, al igual que esta, las otras dos (Nuestro modo de vida y La introducción) sean publicadas por Alfaguara en los próximos meses.

Habituado a llevar un cuaderno de anotaciones, Fogwill incluyó en ellos breves apuntes de sus sueños. Lo hizo durante casi toda su vida. Los textos que aparecen en La gran ventana de los sueños no son una reproducción exacta de esos apuntes sino narraciones elaboradas a partir de estos. Entre cada sueño, además, Fogwill incluye su propia interpretación, aunque digresiva y más bien de corte literario, como una reconstrucción de lo soñado. Como dice el subtítulo, este libro se trata de citas de su diario de sueños. La versión final se armó a base de las varias halladas en su computadora y en las de algunas personas que las recibieron de manos del autor.

Todos los animales tienen sueños. Sin embargo, las reacciones que los humanos tenemos frente a ellos se reducen, entre otras cosas, al mero recuerdo en ese pequeño espacio de soledad que es el momento inmediato al despertar. Pocas son las personas que escriben sus sueños. Y muy pocas, poquísimas, las que los transcriben.

Si soñar es una actividad involuntaria que nos ocupa a todos, ¿por qué es tan difícil mantenerlos en la memoria? Y si pudiésemos recopilar nuestros sueños en su totalidad, o al menos una gran parte de ellos, ¿por qué no habríamos de sacarles un provecho significativo para nosotros mismos o para los demás, si nos es permitida una vanidosa ambición?

Varios son los escritores que han tratado el asunto de los sueños, unos como tema y otros como parte integral de alguno de sus libros. Entre ellos están Soñario, de Mempo Giardinelli; El mundo bajo los párpados, de Jacobo Siruela; El libro de sueños, de Jorge Luis Borges; y La cámara oscura, de Georges Perec. En la última de las obras citadas, precisamente, se encuentran dos frases que pueden ser útiles para acercarse al libro de Fogwill, del que no se puede resumir su argumento, simplemente porque no lo tiene. “Creía que anotaba los sueños que tenía: me di cuenta de que, muy pronto, solamente soñaba para escribir mis sueños”, explica Perec. Hasta aquí tenemos la reflexión acerca de una rutina desdoblada y vuelta a convertir en rutina. Lo interesante es cómo concluye el autor francés: “De esos sueños demasiado soñados, demasiado releídos, demasiado escritos, ¿qué podría yo esperar a partir de ahora sino convertirlos en textos, en manojo de textos depositados como ofrenda en las puertas de este ‘camino real’ que me queda por recorrer con los ojos abiertos?”.


¿Qué es ese manojo de textos depositados como ofrenda sino el último regalo de un autor tremendamente honesto y que sabe que su vida no es más que provisoria? ¿Y qué se recorre con los ojos abiertos si no son esas “cosas negras hechas de puro olvido” que conforman la memoria, los sueños y la muerte?

Para recordar los sueños, según Fogwill, solo hace falta anotarlos al despertar y acostumbrarse a despertar justo en el momento de haberlos soñado; es decir, abrir una ventana. Pero esta es una ventana que no da a ningún sitio reconocible a primera vista, sino a “pura imagen y tiempo que no suceden en lugar alguno”. Comunicar un sueño implica manipular símbolos con aquello de lo que carecen: lenguaje. Paradójicamente, las palabras de ese lenguaje nombran pero no logran contener al símbolo del sueño. Transcribir un sueño es traicionarlo y traicionarse uno mismo (esta idea —coincidencia o no— está escrita en el libro de Perec  y en el de Fogwill, con ligeras variaciones).

El registro de los sueños es, en la mayoría de los casos, un ejercicio de lectura de uno mismo que resulta inentendible para cualquier otra persona que no sea el que los soñó. Es entonces cuando la literatura acude como ejercicio de memoria, como forma de depositar ese registro en un dispositivo externo al autor. La intención queda clara, no sin cierta ironía, cuando Fogwill escribe: “Me distraje calculando cómo convertir esta imagen en un pronunciamiento sobre la literatura o el arte”. Y no solamente acude la literatura al auxilio del mecanismo de la escritura, ya lo había hecho mucho antes, incluso, de que aparezca la idea de este libro: “Aprendí más sobre mis sueños de mar compilando una colección de grandes poemas de mar que rumiando aquellas interpretaciones puntuales”, escribe Fogwill, refiriéndose, también, a la labor de sus psicoanalistas, a quienes nunca dejó de frecuentar.

Tres escritores de fines del siglo XX son los más destacados de esa abstracción llamada literatura argentina. Esto no significa, por supuesto, que sean los mejores. Están César Aira, Ricardo Piglia y Fogwill. Entre la frivolidad posmoderna y el intelectualismo moral, Fogwill realizó una literatura en la que predomina el tratamiento del lenguaje como trinchera en el campo de batalla del poder, las instituciones, el discurso y el capitalismo corporativo.

El crítico español Ignacio Echevarría calificó a Fogwill de materialista, refiriéndose a la precisión técnica, al antipreciosismo y al llamado a la conciencia del lector. Su libro de sueños, por lo tanto, se inscribe en esa lógica, muy deudora de Kafka, del aprendizaje de la irrealidad como ejercicio indispensable para sobrevivir a la vida cotidiana. Ese es su cuidadoso legado.

(*) Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural del diario El Telégrafo, el 18 de noviembre de 2013.