29.12.13

La muerte de la novela*


Los motivos por los que un escritor logra la fama pueden ser muy diferentes. David Markson, por ejemplo, se volvió famoso por ser un desconocido. Es decir, obtuvo el reconocimiento de los lectores y de otros escritores, ediciones continuas, traducciones, estudios desde la academia, etcétera, pero no de una forma gratuita ni como producto del azar.

Markson se inició como periodista y sus primeros libros fueron realizados por encargo: novelas policíacas de contenido quizás demasiado erudito. Curiosamente, a partir de los años setenta comenzaría a elaborar un proyecto de carácter fragmentario, basado en la desmembración de la erudición.

Diez años antes de que se inventara Twitter, David Markson demostró que allí estaría el futuro de la literatura. Entre 1996 y 2007 aparecieron 4 novelas (y aquí uno se pregunta: ¿novelas?) que son al mismo tiempo abstractas, filosóficas y extrañamente conmovedoras. La Bestia Equilátera, una editorial argentina dedicada a libros poco conocidos y de gran valía literaria, publicó este año Esto no es una novela, la segunda novela de Markson en su catálogo luego de La soledad del lector. Estas 2, junto a Vanishing Point y The Last Novel, conforman una singular tetralogía dedicada al tema de lo infraordinario —aquellos sucesos cotidianos y en apariencia nimios que bien supo tratar el francés Georges Perec— y que exige ser leída como el obituario de la novela. 

El epígrafe que abre Esto no es una novela es de Jonathan Swift y reza así: “Ahora me aboco a un Experimento muy frecuente entre los Autores Modernos; consiste en escribir acerca de Nada”. Las mayúsculas son de fábrica y exponen, como queda claro, la clave de la lectura: experimento, autores modernos, nada. Markson se hunde en la ironía de Swift, la asume como receta de su época y la revierte usando el veneno para crear el antídoto.

Entre anécdotas y citas de innumerables artistas se cuela la intención de un narrador invisible que quiere desaparecer. Refiriéndose a sí mismo como Escritor, este narrador le confiesa al lector que quiere dejar de escribir, que está aburrido de inventar historias y que pretende crear una novela sin argumento ni personajes. “Lo suficientemente autoevidente como para casi no necesitar que el Escritor lo diga”, agrega más adelante. Estamos ante una obra dramática, pero no narrativa.

Aunque no lo parezca, es muy difícil no seguir pasando las páginas cuando nos enteramos de que Pablo Neruda se refirió a Stalin como “un amable hombre de principios”, o de que Ezra Pound dijo de Hitler que era “un santo y un mártir”. Tampoco cuando leemos que Kierkegaard y W.B. Yeats eran golpeados con regularidad en la escuela; ni cuando sabemos que la primera traducción inglesa de Madame Bovary la hizo una hija de Karl Marx que luego terminaría suicidándose.

Preguntarse de qué va este libro de Markson puede parecer oportuno y pertinente, pero no deja de ser insuficiente para entender el propósito del autor. Esto puesto que no hay un propósito evidente ni comunicativo (en un sentido realista) y tampoco hay un autor (en un sentido prebartheano).


Cualquier periodista poco avezado —así como cualquier escritor mediocre— hablaría del fin de la novela como si se tratase de una ineludible catástrofe cultural provocada por la televisión y por Internet. Lo de Markson con la novela se trata en realidad de algo similar a lo que Joe Brainard y Édouard Levé lograron con la autobiografía: dinamitar el género, romperlo todo y volver a pegar los pedazos en un texto fragmentado, con todas las costuras a la vista. Este Armagedón dentro del sistema literario era el objetivo, tal como lo lamentó David Foster Wallace, de la metaficción y la literatura de vanguardia.

El título del libro alude directamente a la famosa pintura de René Magritte llamada “Esto no es una pipa”. El pintor francés se vale de la paradoja para rebelarse contra la dictadura arbitraria del lenguaje. Markson, en cambio, lo hace para sortear el problema de la ficción convencional cuando se vuelve una experiencia mediatizada y para evitar el riesgo de vacío y solipsismo acarreados por la autoconsciencia en la metaficción.

El escritor paraguayo Cristino Bogado, en un artículo de opinión publicado en el diario ABC Color, dejó esbozada una propuesta de teoría literaria contemporánea: el autor trabaja sobre la literatura como parásito, para hacer belleza de ese legado en descomposición; de la misma forma en que ciertos microorganismos ayudan a la producción del pan, el vino o la cerveza. Esta idea sirve como respuesta al Armagedón diagnosticado por Wallace y, más importante para propósito de este texto, como descripción y sustento del libro de Markson.

Los postulados de la vanguardia, explica Bogado, deben retocarse: “Sí, el pasado está superado, pero no lo quemamos ni lo trituramos en el sentido literal de la iconoclastia, sino que lo metabolizamos como parásitos, como artistas de la entropía, que hacen de ella entropía negativa, es decir vida, sin gastar nada”.

Markson trabaja directamente sobre la materia en descomposición —la novela, los escritores y sus enfermedades reales— y refina la basura, en lugar de simplemente amontonarla, aun cuando a primera vista parezca la operación contraria.

En Esto no es una novela, el Escritor menciona que el libro puede ser una novela, un poema épico, una especie de fuga verbal o un tratado sobre la naturaleza del hombre. Pero termina preguntándose si no es nada más ni menos que una lectura no convencional, melancólica y juguetona. Lo que parece decir Markson es que al final solo existe la operación de la lectura, cuya importancia radica en cómo nos servimos de ella para atravesar la realidad.

Referencia: Entropía negativa o parasitismo (positivo) serresiano en la literatura. Por Cristino Bogado. http://t.co/gFVROsmKDb 

(*) Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural de diario El Telégrafo, el 29 de diciembre de 2013.

23.11.13

Teoría de la casa



Publicaron un cuento mío en la revista chilena Ojo Seco. El post original lo pueden leer acá.


Teoría de la casa

Venía pensando en reescribir la literatura ecuatoriana por completo. Escribir una novela que fuera unremix mejorado y una crítica a modo de juicio sumario. Algo de mentira también debería haber; es decir, detallar categorías no del todo reales para cada escritor. Decir, por ejemplo, que Gabriela Alemán es la escritora del progresismo selectivo de la conservadora izquierda cultural quiteña.
Lo pensaba como se piensa casi todo en la vida: en el momento menos adecuado para escribirlo. Esos raptos de lucidez suelen darse en la ducha, al pie de una olla al fuego, regando el jardín, mientras se viaja en autobús, en los minutos antes de dormir, etcétera. Ese día la idea me llegó a la vez que iba cabalgando por ahí sobre mi bicicleta, como diría Arno Schmidt, mientras se me venían a la cabeza frases, personajes y varios tipos de estructura narrativa.
Miento: no estaba cabalgando sin rumbo fijo. Iba a ver a Inés, que recién había llegado de Estados Unidos. Estuvo casi un mes allá, becada por una fundación que también le da dinero a la universidad en la que estudia. Al llegar a su casa me olvidé de anotar el cuento y cuando Alejandra –la madre de Inés– me llevó a la sala, me di cuenta de que había olvidado casi por completo lo que venía pensando. No importa, todos los sueños nos parecen maravillosos mientras duran. Enseguida salió Inés de su cuarto con una cara rojinegra, como si hubiera estado llorando al sol durante varios días sin parar.
— No me veas así… ¡Y no me digas nada! Terminé con mi novio. Mi exnovio, ahora.
— …
— Fue por Twitter.
— ¿Rompieron por culpa de Twitter?
— No, tonto, fue por mensajes privados cuando yo estaba en Chicago. Antes de ayer vino a verme y todo terminó mal por una discusión inútil.
Hubo platos rotos y comida en el suelo, como en Hollywood, solo que Inés todavía vive con su madre y al final tuvo que limpiar y aguantar sus reproches. La escena de película, aparentemente, duró hasta la mañana que la visité. Inés me había llamado para que fuera a verla, pero me fue imposible saber si ya se sentía mejor o si planeaba desahogarse conmigo.
— Es extraño —le dije, tratando de distraerla—, tienes un nombre de vieja y tu madre uno de jovencita.  ¿Qué sentiste esa noche cuando te rompieron el corazón y te tocó juntar sus pedazos en frente de alguien que podría ser tu hija?
Una broma mal contada, pero sonrió. Alejandra no es precisamente un nombre adolescente, pero la relación que tienen las dos sí es al revés de lo que cabría esperar.
Llevé la bicicleta al patio trasero y la dejé amarrada a una palmera muerta. Inés insistió en salir a dar una vuelta por el barrio. Para conversar y despejar la cabeza es necesario caminar por los lugares de siempre, solo así se puede automatizar el movimiento y dejar de preocuparse por el recorrido. No hablamos hasta que pasaron unos cuantos minutos; preferimos permanecer callados. Habíamos inventado un silencio acogedor, en el que cada uno se concentraba en sus problemas, pero cerca del otro, quien a su vez estaba tan amistosamente dispuesto a entenderlos, que no necesitaba hablar.
— El sistema del silencio —me dijo, sin dejar de caminar ni de mirar al suelo.
Me asusté, pensé que de repente había aprendido a leer la mente.
— ¿Ah? ¿Eso no es el título de una novela? —le dije.
— Es el de un libro de cuentos, de una argentina. Pero la frase la digo ahora porque me vino como una idea.
— ¿La idea de que tú y yo nunca hablamos demasiado? —le dije.
— No, pero tampoco te equivocas.
Me contó que antes de vernos estuvo hablando con tres amigas. Una estaba al teléfono y las otras dos le habían hecho una videollamada por Skype en la que podían verse todas al mismo tiempo. Hablaron un rato hasta que Inés se cansó de dar explicaciones.
— Necesito parar un rato, el sol me está matando.
Inés siempre tiene fiebre al mediodía. Una vez, hace varios años, me contó por qué le pasaba eso, pero no lo recuerdo. Nos sentamos en un banco de la plaza que está junto a la casa de Magalí, una amiga en común. De pronto, si nos aburríamos, podíamos pasar a verla, si es que no había salido antes de que llegáramos. Lo bueno de ese lugar es que justo al otro lado de la casa de Magalí hay un restaurante de un uruguayo y como ninguno de los dos había almorzado nos pareció bien quedarnos ahí. Una parada de abastecimiento emocional. Inés fue a comprar empanadas y una Coca de dieta para ella, y yo me quedé revisando Twitter.
— ¿De qué se trata la teoría de la casa? —le pregunté cuando volvió.
— No sé, dime tú.
— Acabo de ver un tuit tuyo con esa línea: “la teoría de la casa”.
— ¿Me estás stalkeando? —me contestó.
— Te dije, acabo de verlo. ¿Lo tuiteaste mientras caminábamos? Es un buen título para un cuento o una novela.
El cuento con ese nombre ya existía. Inés lo había escrito luego de visitar la Casa Darwin D. Martin en Buffalo, Nueva York. La casa fue diseñada por Frank Lloyd Wright y construida durante los primeros años del siglo pasado. Según Wikipedia, el complejo en el que se encuentra la casa es uno de los mayores legados de la Prairie School —o escuela de la pradera—, un estilo arquitectónico popular en el Medio Oeste estadounidense de esos años.
— Pero, si entiendo bien, tu cuento no tiene que ver tanto con la casa como lugar sino como alegoría de tu vida sentimental.
Inés había logrado conjugar el volumen y la extensión del campo de batalla amoroso con una sensación de desarraigo íntimo y frustración ante cada espacio mal utilizado. La Casa Darwin D. Martin parecía hecha a su medida. Lo que hacía el cuento, finalmente, era proponer una teoría sobre la vida de Inés a partir de una serie de largas descripciones de sus encuentros amorosos fallidos.
— La casa soy yo —me dijo—, de la misma forma en que Flaubert lo decía de Madame Bovary. No sé si me explico y no estoy segura de que el cuento lo transmita, pero es algo que sentí el día que visité esa casa. Tienes que leerlo.
Le prometí hacerlo. Mientras volvíamos, me acordé de una novela de un escritor peruano que tiene un planteamiento similar al del cuento de Inés: un arquitecto despierta de un coma en una casa que diseñó, pero no lo recuerda. Allí está junto a su familia, y cada día va descubriendo que la casa no es una estructura cualquiera, sino que es más bien como la computadora de la película de Kubrick, un ente con poder. Esto no se lo dije a Inés.
Ahora estoy en la habitación de mi hermana escribiendo esto. Mudé mi escritorio y la computadora acá porque es el lugar más fresco del departamento. Tengo el cuento de Inés en la bandeja de entrada de mi correo electrónico, pero no lo quiero leer todavía. Estuve revisando mi cuaderno de notas en busca de alguna línea que pueda usar para comentar en Twitter con tono irónico y me di cuenta de que a menudo uso el verbo armar para referirme a la escritura. Puedo no estar muy equivocado. Escribir es como construir, en el sentido de una obra física, una estructura fija, habitable y permanente. Recuerdo una entrevista a un escritor cordobés y su idea de armar un proyecto, en lugar de escribirlo.
Puede ser que de alguna forma compleja yo también soy esa literatura ecuatoriana que leo poco y mal. En esa ausencia hay marcada, quizás, una contraparte personal, una falta en mí mismo. ¿Qué dice de mí y de mi tiempo la literatura ecuatoriana reciente? ¿Qué puedo decir yo de mí y de mi tiempo a través de la literatura ecuatoriana? En estas preguntas hay algo que se me escapa y me impide responderlas. Pienso que no se trata de la existencia de un orden —o  de su ausencia— en la literatura nacional, sino de lo simplemente desértico e intolerable.
Entro a Facebook y veo un mensaje nuevo de Inés. Me pregunta si leí el cuento. Está conectada en este momento. Le respondo que todavía no, que estaba intentando reconstruir la literatura nacional en un cuento-casa. Me envía un emoticono de risa y me dice que no le robe su teoría. Le digo que es en serio y me dice: «yo no leo literatura ecuatoriana porque todas esas historias ya las conozco». Mientras busco algo interesante en Youtube, Inés me vuelve a escribir: «me faltó completar mi relato, el incontable número de habitaciones de la casa puede ser un factor positivo, cuando un cuarto colapsa quedan otros para habitar, cuando se cierra una puerta pueden abrirse varias ventanas. Y las ventanas, como sabemos, también son virtuales. Es una especie de mecanismo metabólico, igual que la literatura». Asiento, inútilmente. Leo su cuento y entiendo que no se puede escribir lo que ya fue escrito. La literatura ecuatoriana nos define y nos cobija, no se puede salir de allí a menos que se quiera abrir la ventana y tirar todo a la calle y luego tirar la casa antes de que nos coma.
— ¿Mañana te vas a asomar a la ventana?

18.11.13

Los sueños de un escritor materialista*


“Ser viejo es haber empezado a respetar los sueños”, con este epígrafe empieza La gran ventana de los sueños, el primer libro póstumo del escritor argentino Rodolfo Enrique Fogwill que falleció en agosto de 2010 a causa de una afección pulmonar. Tenía 69 años. Fogwill —así, a secas, le gustaba que se lo llamara— dejó tres obras listas para ser publicadas. Se espera que, al igual que esta, las otras dos (Nuestro modo de vida y La introducción) sean publicadas por Alfaguara en los próximos meses.

Habituado a llevar un cuaderno de anotaciones, Fogwill incluyó en ellos breves apuntes de sus sueños. Lo hizo durante casi toda su vida. Los textos que aparecen en La gran ventana de los sueños no son una reproducción exacta de esos apuntes sino narraciones elaboradas a partir de estos. Entre cada sueño, además, Fogwill incluye su propia interpretación, aunque digresiva y más bien de corte literario, como una reconstrucción de lo soñado. Como dice el subtítulo, este libro se trata de citas de su diario de sueños. La versión final se armó a base de las varias halladas en su computadora y en las de algunas personas que las recibieron de manos del autor.

Todos los animales tienen sueños. Sin embargo, las reacciones que los humanos tenemos frente a ellos se reducen, entre otras cosas, al mero recuerdo en ese pequeño espacio de soledad que es el momento inmediato al despertar. Pocas son las personas que escriben sus sueños. Y muy pocas, poquísimas, las que los transcriben.

Si soñar es una actividad involuntaria que nos ocupa a todos, ¿por qué es tan difícil mantenerlos en la memoria? Y si pudiésemos recopilar nuestros sueños en su totalidad, o al menos una gran parte de ellos, ¿por qué no habríamos de sacarles un provecho significativo para nosotros mismos o para los demás, si nos es permitida una vanidosa ambición?

Varios son los escritores que han tratado el asunto de los sueños, unos como tema y otros como parte integral de alguno de sus libros. Entre ellos están Soñario, de Mempo Giardinelli; El mundo bajo los párpados, de Jacobo Siruela; El libro de sueños, de Jorge Luis Borges; y La cámara oscura, de Georges Perec. En la última de las obras citadas, precisamente, se encuentran dos frases que pueden ser útiles para acercarse al libro de Fogwill, del que no se puede resumir su argumento, simplemente porque no lo tiene. “Creía que anotaba los sueños que tenía: me di cuenta de que, muy pronto, solamente soñaba para escribir mis sueños”, explica Perec. Hasta aquí tenemos la reflexión acerca de una rutina desdoblada y vuelta a convertir en rutina. Lo interesante es cómo concluye el autor francés: “De esos sueños demasiado soñados, demasiado releídos, demasiado escritos, ¿qué podría yo esperar a partir de ahora sino convertirlos en textos, en manojo de textos depositados como ofrenda en las puertas de este ‘camino real’ que me queda por recorrer con los ojos abiertos?”.


¿Qué es ese manojo de textos depositados como ofrenda sino el último regalo de un autor tremendamente honesto y que sabe que su vida no es más que provisoria? ¿Y qué se recorre con los ojos abiertos si no son esas “cosas negras hechas de puro olvido” que conforman la memoria, los sueños y la muerte?

Para recordar los sueños, según Fogwill, solo hace falta anotarlos al despertar y acostumbrarse a despertar justo en el momento de haberlos soñado; es decir, abrir una ventana. Pero esta es una ventana que no da a ningún sitio reconocible a primera vista, sino a “pura imagen y tiempo que no suceden en lugar alguno”. Comunicar un sueño implica manipular símbolos con aquello de lo que carecen: lenguaje. Paradójicamente, las palabras de ese lenguaje nombran pero no logran contener al símbolo del sueño. Transcribir un sueño es traicionarlo y traicionarse uno mismo (esta idea —coincidencia o no— está escrita en el libro de Perec  y en el de Fogwill, con ligeras variaciones).

El registro de los sueños es, en la mayoría de los casos, un ejercicio de lectura de uno mismo que resulta inentendible para cualquier otra persona que no sea el que los soñó. Es entonces cuando la literatura acude como ejercicio de memoria, como forma de depositar ese registro en un dispositivo externo al autor. La intención queda clara, no sin cierta ironía, cuando Fogwill escribe: “Me distraje calculando cómo convertir esta imagen en un pronunciamiento sobre la literatura o el arte”. Y no solamente acude la literatura al auxilio del mecanismo de la escritura, ya lo había hecho mucho antes, incluso, de que aparezca la idea de este libro: “Aprendí más sobre mis sueños de mar compilando una colección de grandes poemas de mar que rumiando aquellas interpretaciones puntuales”, escribe Fogwill, refiriéndose, también, a la labor de sus psicoanalistas, a quienes nunca dejó de frecuentar.

Tres escritores de fines del siglo XX son los más destacados de esa abstracción llamada literatura argentina. Esto no significa, por supuesto, que sean los mejores. Están César Aira, Ricardo Piglia y Fogwill. Entre la frivolidad posmoderna y el intelectualismo moral, Fogwill realizó una literatura en la que predomina el tratamiento del lenguaje como trinchera en el campo de batalla del poder, las instituciones, el discurso y el capitalismo corporativo.

El crítico español Ignacio Echevarría calificó a Fogwill de materialista, refiriéndose a la precisión técnica, al antipreciosismo y al llamado a la conciencia del lector. Su libro de sueños, por lo tanto, se inscribe en esa lógica, muy deudora de Kafka, del aprendizaje de la irrealidad como ejercicio indispensable para sobrevivir a la vida cotidiana. Ese es su cuidadoso legado.

(*) Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural del diario El Telégrafo, el 18 de noviembre de 2013.

21.10.13

Limónov, delincuente y príncipe libre*


Emmanuel Carrère es un escritor, guionista y director de cine francés al que le encargaron un reportaje sobre Eduard Savienko, un polémico personaje de la Rusia postsoviética que tuvo una vida desordenada en el exilio y publicó algunas novelas antes de regresar a su país e incursionar en la política. El reportaje, del que no hay rastros, se convirtió en Limónov, una biografía de 400 páginas vencedora del Prix des Prix (un premio que se elige entre las obras ganadoras de las ocho distinciones literarias más importantes de Francia) y que recientemente editó Anagrama para los lectores hispanohablantes.

Pero la historia de un hombre poco conocido —incluso en su país— no interesaría a nadie si no fuera porque se trata también de la historia del derrotero de Occidente a partir de la segunda mitad del siglo XX. La de Carrère es una obra escrita con una inquietud que sobrepasa la cultura todavía mayoritaria de la izquierda y bajo la medida de uno de los acontecimientos políticos más importantes de nuestra época: la Unión Soviética.

Limónov es el seudónimo por el que es conocido Savienko, y resulta de la unión de las palabras rusas para limón y granada. Es decir: amargura y violencia, dos de sus características innatas. Ladronzuelo, poeta vagabundo, exiliado, mayordomo, soldado, prisionero y fundador del Partido Nacional Bolchevique, Limónov impone el género de la novela como el más adecuado para narrar su propia vida. Es, según los elogios que le brindara el propio Joseph Brodsky, el único escritor ruso realmente contemporáneo.

El ejercicio que lleva a cabo Carrère es casi tan importante como lo que cuenta, son dos mecanismos que se fusionan a la perfección. Contrario a la archiconocida labor de Truman Capote, Carrère no se valió de los recursos de la ficción para recrear sucesos reales; más bien dinamitó el género rutinario y mediocre de la biografía, regresándolo a su estado primordial: no se trata de una biografía sino del proyecto de una, como las entradas del diario de James Boswell, autor de la famosa La vida de Samuel Johnson, obra fundamental del género.

Así, información e imaginación se van confundiendo, pero menos como estrategia discursiva que como esfuerzo sincero de Carrère, hijo digno del progresismo francés, por evadir todo juicio moral. De ahí que la presencia intermitente del autor se da como herramienta para el lector y no como lo haría, por ejemplo, el periodista que necesita asentar su presencia en la narración de una crónica.


Carrère había conocido a Limónov en los años ochenta, cuando se afincó en París a vivir del éxito de su novela El poeta ruso prefiere a los negrazos, escrita en Nueva York. Este Jack London ruso tenía la energía de un aventurero punk y de eso se alimentaban sus libros. Era un dandi en el sentido en que su gran obra es su vida. Su estadía en Francia lo volvió la adoración de los jóvenes burgueses como Carrère (“la pequeña tribu de la buena onda parisina”), aunque los valores de Limónov, que van del heroísmo a la violencia, de la aristocracia a los bajos fondos, son plenamente antiburgueses.

No hace falta reparar en los detalles del exilio de Limónov, el libro realiza un recorrido exhaustivo a modo de novela de formación. En algún momento el escritor ruso habla de su inclinación hacia la derecha política por el mero gusto de ser minoritario, por repudio del borreguismo. Aquí cabe extender esta reflexión y unirla a otra que el protagonista desarrolla: la vida es injusta y los hombres desiguales, es la realidad, cuyo contrapeso es la mentira piadosa de lo políticamente correcto.

Esta noción, que descubre Carrère al paso, se encuadra en el marco ético general de la obra. Limónov escribió varias novelas autobiográficas de símbolos fuertes, instintivas, nada moralistas y que no fueron pensadas para ser leídas en los círculos intelectuales, que son, como es sabido, de izquierda. Carrère, siguiendo esa moral de derecha, transformó su proyecto y consiguió una auténtica obra de izquierda que no le sigue el juego a la demanda intelectual del progresismo y que arruina toda categorización de buena literatura.

Una idea que trasciende la lectura es que los malos no son malos las veinticuatro horas del día. Pero, para ser estrictos, la vida de Limónov tiene poco que ver con el mal. Él está lleno de odio, que es la esencia de lo humano, lo único que aclara la mente y mueve a las personas, todo lo contrario del amor. Y ese odio se manifiesta como violencia. El mal, para terminar de aclarar términos, es lo que hace funcionar a las películas de terror, es la infancia. Limónov, que ha pasado por experiencias de carácter místico, primero en la estepa asiática y luego en una prisión rusa, no admite caracterizaciones tan simples.

Cerca del final, Carrère desnuda una vez más sus intenciones. Piensa que lo mejor para el libro sería que Limónov muera, o lo contrario: que cuente en Facebook si tiene más amigos que Kaspárov, quien fuera su aliado político. Pero un hombre de más de 60 años como Limónov, con esposa e hijos, quizás tenga ganas de retirarse al campo; esto, claro, es un deseo del propio Carrère. Lo que el escritor ruso declara, no sin misterio, es que donde mejor se siente es en Asia Central, en ciudades llenas de mendigos que “han soltado todas las amarras. Son andrajos. Son reyes”.

Leyendo Limónov el lector se da cuenta de cuán poco conocida, y peor aún entendida, es la sociedad rusa; un lugar donde no hay espacio para “mentes sutiles” —como las llama Carrère— y que tiene en Vladimir Putin a un gobernante digno hijo de su tiempo, vale decir: espejo de todo lo que Limónov representa.

(*) Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural del diario El Telégrafo, el 21 de octubre de 2013.

12.8.13

El sexo como igualador social*


La Sociedad Juliette (Grijalbo, 2013) es la primera novela publicada de Sasha Grey. No es su primer libro; sin embargo, ya que antes había presentado uno de fotografía, Neü Sex, en el que retrató la vida tras cámaras de la industria pornográfica. Traducida al español apenas unas semanas después del lanzamiento original en inglés, la novela se convirtió en un best seller casi inmediato.

Cabría preguntarse por la naturaleza de este éxito, si se debe a que el libro fue publicado por dos de las más  grandes compañías editoriales  (Random House y Little, Brown) o fue por la fama de su autora. En todo caso, esto le corresponde a la sociología de la literatura; aun así, la novela tiene más de un mérito y es una propuesta arriesgada por narrar una forma diferente de sexualidad.

El proyecto literario de Sasha Grey no está del todo separado de su biografía. Es decir, para leer La Sociedad Juliette no hace falta saber nada sobre la autora, pero ciertos datos de su pasado y el contexto en que se mueve ella permiten comprender mejor de qué va todo esto. Nacida en California en el año de 1988, Marina Ann Hantzis creció en una familia rota de clase media y raíces europeas. Estudió cine, actuación y danza; también fue camarera. Devenir típico de una estadounidense común, pero con educación católica. Hasta que se mudó a Los Angeles, cambió su nombre (mezcla de música industrial alemana y la estética de Oscar Wilde) e ingresó al mundo del porno.

Si ya en Neü Sex demostró, a través de la pose y la falsificación, que la pornografía no es el demonio de la mujer (visto así por el feminismo rancio), en La Sociedad Juliette lleva este proyecto de profanación a otro nivel: la convención social alrededor del sexo y la vida en pareja. Grey reivindica la propiedad del cuerpo, sin ello no hay deseo ni libertad; pero para hacerlo debe entender el poder, tiene que desplegar masculinidad para ser bella, ser mujer. Si su incursión pornográfica es una reversión de las tesis de Beatriz Preciado (Playboy ha hecho más por la mujer que cualquier feminismo), su novela lo es del libertinismo clásico del Marqués de Sade.

Existe un club secreto, se nos dice en la novela, similar al grupo Bilderberg o a los Illuminati, cuyo principal interés es hacer lo que mejor saben hacer: follar, tener sexo. Para cumplir su propósito eligen a mujeres jóvenes que deben pasar por una iniciación. Esto es lo que Catherine, la protagonista y narradora, se dispone a contarnos. El nombre, por supuesto, viene de Juliette o las prosperidades del vicio, una de las novelas del Marqués de Sade.

Catherine es una chica regular con un apetito sexual ligeramente mayor al promedio. Ella fantasea con tener sexo con Jack, su novio, en la oficina del jefe de este, un candidato a senador. Como estudiante de cine, Catherine arma su relato usando a la Sociedad Juliette a manera de Macguffin. Más que un thriller sexual, la de Grey es una novela de formación. La narradora interpela al lector desde la primera página, en la cual pide su colaboración, y busca comunicar su aprendizaje. Por eso es que no sabremos más de la Sociedad Juliette hasta cerca de la mitad del libro.

La verdadera educación de la protagonista comienza cuando conoce a Anna, su compañera de clases, quien le confiesa que es amante de Marcus, el profesor del que Catherine está obsesionada. Anna, cumpliendo el papel de hermana mayor, introduce a su amiga en el sexo desprejuiciado y le habla de las parafilias de Marcus, quien a simple vista parece un simple y serio profesor universitario.

Chuck Palahniuk tiene una novela llamada El club de la lucha en la que el protagonista sin nombre proyecta sus deseos en Tyler Durden, un desconocido que llega a su vida casualmente. Con un estilo de guion cinematográfico, rápida, delirante, sagaz, El club de la lucha comparte más de una característica con La Sociedad Juliette. Lectora confesa de Palahniuk, Grey no logra una voz narrativa diferente e, incluso, llega a confundir las tramas. En las dos novelas nada está dado al azar, todo ocurre por un motivo.

Influida por una infancia católica, Catherine desarrolla una teoría vital del sexo: la eyaculación es esencia divina. Esta filosofía de vida representa el momento de iluminación de la protagonista. Luego de 22 capítulos contados como pequeñas aventuras, con devaneos y descripciones explícitas del acto sexual, La Sociedad Juliette concluye como una extensa narración del sexo visto como expresión artística.

Pero Catherine, pese a todo, es una mujer conservadora que desea mantener una vida en pareja estable. Sin embargo, la noción general de que el sexo y la violencia son dos caras de una misma moneda puede ser leída como un alegato contra la monogamia gris, aburrida y contenida. La fantasía sexual se convierte en experiencia liberadora.

La Sociedad Juliette, finalmente, representa más que una secta de millonarios cuya diversión consiste en matar y tener sexo al mismo tiempo. Es una idea común dedicada a la búsqueda de placeres sublimes, igual que una religión cualquiera, “porque el sexo es el mejor igualador social”. Catherine aprende esto y gracias al conocimiento que ha logrado de sí misma puede llegar a cumplir su moderada fantasía.

Novela pornográfica, la de Sasha Grey no le hace el juego a la cobardía de lo erótico (50 sombras et al.). Lo dice la protagonista, esto no se trata de un cuento de hadas con final feliz. La Sociedad Juliette no aporta nada a una época de penosa imaginación narrativa, pero tampoco es prejuiciosa ni timorata. Un libro arriesgado en su idea, pero discreto en la forma y en sus fines.

(*) Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural del diario El Telégrafo, el 12 de agosto de 2013.

20.5.13

Final de época: Gkillcity y la muerte de la rebeldía*

1. De por qué pienso que Gkillcity es la cucaracha de la cocina en llamas

Cayó el Inmundicipio, caerá también Gkillcity. Me gusta pensar a estos dos espacios como Zonas Autónomas Temporales (siguiendo el concepto de Peter Lamborn Wilson), es decir, como territorios que mientras más alejados estuvieron de lo mediático y de lo estatal mayores fueron sus probabilidades de experimentar una verdadera libertad. El Inmundicipio desapareció y es saludable para todos; Gkillcity, por el contrario, está abandonando su cualidad de grieta y se está fundiendo en el entramado alienante del poder y de lo correcto. Ya lo advirtió Houellebecq: una buena fiesta es una fiesta breve.

Gkillcity nació como un arañazo al sistema de obediencia totalitaria que ha sido el socialcristianismo en Guayaquil. De sus textos podríamos elaborar una cartografía mental de la revuelta, como mínimo. Pero poco a poco la culpa inherente al progresismo sucumbió en una discusión permanente con ese enemigo casi imaginario que es el liberalismo en Ecuador. La podredumbre de la manzana no la produce el gusano sino el virus de la corrección política. Hay una frase que utiliza a menudo el escritor argentino Nicolás Mavrakis para referirse a quienes se permiten cargar enormes pesos sobre sus hombros morales: hormigas negras de la estupidez. Y se pregunta: ¿en qué se transforma la corrección política cuando deviene en espíritu patológico de control de la libertad ajena? En este caso respondemos que la rebeldía anti-establishment se convirtió en una posición rígida, creando lo impensable: una moralidad de la incorrección política, es decir, una patología de control casi invisible en la que se hace mofa de lo tradicional, de todo aquello que un marxista desubicado llamaría burguesía. Pensemos nada más en ese grito de batalla que es el Fuck you, curuchupa.

¿Y qué es ahora Gkillcity? Machos hegemónicos con vínculos en el poder gobernante. Representantes a la fuerza de una clase media normativizada por la “anarquía de la imaginación” (esa frase cojuda y tergiversada de una película que representa muy poca cosa). Querían ser lomenor y ahora ejercen la libertad como espectáculo, son el panóptico desde donde se articulan las imaginerías de lo rebelde cool.

Mis primeras colaboraciones para Gkillcity fueron en la sección de la Crónica del barrio. En ese momento no era consciente de mi desinterés por la crónica y  su enfermedad: el croniquerismo, que tanto afecta al periodismo local. Precisamente porque he sido parte, ésta es la sección que más he criticado. A ese primer equipo de cronistas se nos había indicado que debíamos describir nuestra zona, alejados de los lugares comunes que usan los diarios para tratar a los barrios, pero no ha funcionado, el balance entre la experiencia del cronista y los microsistemas de relaciones que llenaban el texto nunca fue equitativo. 

Podría contar con una mano los textos que merecen ser llamados crónicas y con menos dedos aquellos dignos de ser leídos. Esa confusión elemental en torno a la definición del género me pareció nefasta desde siempre, no se puede vender como crónica a un testimonio ni a una estampa costumbrista. Todavía me sorprende que el lector pueda permanecer tan indiferente al reporte meteorológico y a la introducción descriptiva. La muerte del periodismo no debería servir para engañarnos a todos.

Hace un año escribí en Twitter que Gkillcity se parecía cada vez más a un periódico cualquiera. Me mantengo en esa afirmación: se hace evidente la tibieza de ciertos textos y la irrelevancia de otros; la agenda periodística es cada vez más delgada. Lo que lo diferencia y lo salva es su posición política, que he denominado como síndrome de Lisa Simpson.

Gkillcity es la mirada bacán al ombligo propio. Es denegación e identidad confusa, como se lee en las primeras líneas de la descripción que está en su website. Esa exaltación del pueblo es innecesaria cuando se trata de un medio a todas luces elitista (una élite clasemediera con acceso a internet y a las deficiencias de la educación institucional). Toda la gogotería de lo urbano me sabe a años setenta, a realismo sucio, a pornomiseria, en fin, a un pasado sin superar. Gkillcity tiene un regusto a populismo que ni los sesudos análisis coyunturales de Arduino Tomasi o de Xavier Flores son capaces de eliminar. No tienen por qué, tampoco, siendo esa esencia errada la piedra fundacional de la página. Y ¿quién los lee? ¿Cuál es el público fiel de Gkillcity? Básicamente, el que está en Twitter, el pequeño jardín de los micro-intelectuales narcisistas. Y está bien, asúmanlo y dedíquense a su público de lleno, no militen el pobrismo ni lo popular marginal, no jueguen al Zizek criollo.

Una pregunta más: ¿quién lee artículos tan largos como aburridos? Antes dije que la audiencia es la que está en Twitter, aquella que no está dispuesta a consumir contenidos de forma tradicional, pero en Gkillcity parece que prefieren la comodidad del formato periodístico convencional. Más allá de los temas y del nivel de análisis, en Gkillcity no han sabido acoplarse al ritmo web, a las lecturas fugaces y a la evanescencia de los intereses; en ese sentido se comportan como un diario más. Un ejemplo: cuando se dio la polémica por la crónica de Arturo Cervantes sobre los “perros suicidas”, el CM de turno en Gkillcity lanzó un tuit sobre la irrelevancia de debatir un texto tan antiguo, lo que me pareció acertado, a pesar de que luego José María León asumiera la responsabilidad de dicho tuit y se disculpara por querer terminar la discusión. Allí vemos que incluso los lectores (casuales o no) tienen a Gkillcity como un diario más, y no como una revista virtual en la que los contenidos envejecen día a día, y en la que las opiniones de un testimonio poco gracioso no definen una línea editorial inexistente.

El internet trajo el fin de la verdad y el periodismo no termina de darse cuenta. Gkillcity, por lo tanto, tampoco. Las estrategias de este website son tan antiguas como el siglo XIX. Pensemos en Gkillcity como una vieja embarazada, donde el periodismo está en su punto álgido: lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer. La opinión ha ocupado un lugar central en Gkillcity, igual que en cualquier periódico, como gancho principal para atraer lectores (a veces con lecturas negativas como la del texto de Arturo Cervantes); sin embargo, hasta ahora han asumido con ineficacia el interés creciente de la generación del internet por los datos duros y las estadísticas, allí está el futuro del periodismo.

El discurso (periodístico) de Gkillcity se ha dado, además, como herramienta de intervención en lares publica, a través de una aristocracia de la subjetividad que maneja su propia agenda periodística (que no es lo mismo que una línea editorial, ya hemos visto que Gkillcity no la tiene). El resultado es un lobby de intereses progresistas, con ideas que, si bien tienen la intención de beneficiar a otras personas, terminan por perjudicarlas. Y aquí podemos insertar una contradicción esencial: los abusos de poder del presidente Correa no han merecido ninguna mención especial, salvo unos tímidos intentos de cuestionarlo cuando se dio la entrevista para ECTV, en medio de un ambiente de nerviosismo total.

2. De por qué las cucarachas pueden sobrevivirnos

La semana pasada me escribió José María León, editor de este magazine, para pedirme que escriba algo “en el estilo de Por qué odio a Gkillcity”, una crítica que sería publicada en la edición número cien. Yo no odio a Gkillcity, fue mi respuesta, pero José María respondió con un “sí te le cargas un chance”. Quise partir de estas dos frases del editor para intentar esta crítica que deberá ser corroborada o refutada por los lectores de Gkillcity, nadie más adecuado.

Si algo es importante de aprender en la vida es a realizar lecturas críticas y a desembarazarse de la obligación moral de aportar al debate nacional. Más ética, menos buena onda. Para el club delbuenaondismo están los periodistas obedientes y los analistas de Facebook. Hay que deshacerse de esa filosofía barata y pedante del “no critiques y hazlo mejor”, ruin para una sociedad.

Desde el principio miré con distancia a Gkillcity, sin embargo, estuve en su fiesta de inauguración en el Inmundicipio, e invité a una clase de mi universidad a que asistan. Primero me interesó la propuesta pirotécnica e informal, muy a lo épater le bourgeois del decadentismo francés. A Ernesto Yitux y a Andrés Loor los conocía del medio anarquista local y de su blog Guayaquil Insumiso y el documental Guayaquil Informal, que de alguna forma anuncian y preparan el terreno a Gkillcity. De Xavier Flores admiraba la lucidez y la insistencia por argumentar su credo político. Del resto sigo sin saber demasiado, estoy seguro de que son un poco más que “un grupo de abogados”, como me dijo alguna vez Arturo Cervantes, y más que un Blanquito promocionando un servicio de telefonía estatal.

Aparte de las crónicas del barrio, he publicado en Gkillcity unos cuantos textos que fueron rechazados en otros medios. Uno de ellos fue un análisis de  la Feria del libro del año pasado, en el que enumeraba, sobre todo, desaciertos, y explicaba cómo la militancia excesiva limita cualquier buena intención. Otro fue una crónica de la última noche del bar Guayaquil de la Culata, conocido por sus recitales de poesía, y que estuvo clausurado temporalmente por la administración municipal antes de entrar en crisis y cerrar definitivamente. Esto es lo que rescato de Gkillcity, su apertura para acoger, aunque sea por un rato, un discurso fuera de su círculo interno pero que también forma parte de una ciudad acrítica y olvidadiza, que confunde pragmatismo con inmediatismo e ignorancia.

Lo positivo de Gkillcity es que ha logrado “customizar” sus contenidos de acuerdo a las preferencias de su grey (una muy progresista, reducida y muchas veces demasiado correcta). La “customización” de la línea editorial en el periodismo digital es clave cuando el periodismo tradicional está en una crisis de muerte por seguir usando fórmulas de hace más de cien años. Sería un error inyectarle imparcialidad a Gkillcity porque, claramente, hay una corriente ideológica desde la que se enuncia el discurso que no tiene por qué ser alterada, si es que hablamos de honestidad ética.

Retomando lo esbozado anteriormente alrededor de la figura del pueblo, me parece que cabría mejor hablar de generación. Cuando pienso en Gkillcity pienso en una generación nueva que por fin se está dedicando a discutir políticamente en todos los ámbitos que su juvenil y casi desmedida ambición les permite, que son bastantes.  Cuando pienso en Gkillcity pienso en el significado de masa crítica. Pienso, además, en ese acto casi performático que fue presentarle a la arquidiócesis unas decenas de firmas de personas queriendo apostatar, y del boom que se creó en los medios, tan sorprendidos como desubicados.
La  broma del editor de Gkillcity como poder fáctico está dejando de serlo. Hay que leer este proceso dentro del contexto de un final de época que, parafraseando al crítico literario Maximiliano Crespi, se estructura siempre como evangelio. Y es allí, en ese autoritarismo de los sentimientos, donde muere la individualidad y, finalmente, la posibilidad de la rebeldía.
(*) Publicado en Gkillcity, portal de periodismo alternativo, el 20 de mayo de 2013.

11.3.13

Ejercicios de melancolía*

UN RELATO QUE SE CUESTIONA CÓMO SABER CUANDO EL SIGUIENTE PASO ES QUITARSE LA VIDA

Publicada en 2012, esta novela del colombiano Tomás González, parte de una referencia -según el autor de este artículo- con el cuento Todos los fuegos el fuego, de Julio Cortázar.

La luz difícil es un poco más de un centenar de páginas que intentan dar un sentido a la vida cuando la muerte está encima de nosotros como espada de Damocles.  ¿Con qué objetivo vivir si lo único que tendremos asegurado será el dolor? ¿Cuál es el límite que nos indica que el único paso adelante es terminar con nuestra vida? ¿Hasta dónde se extiende, y con qué sentido, la vejez? Estas son las preguntas que asoman página tras página. Las respuestas no las vamos a encontrar, porque nadie puede darlas y porque el autor, sabiamente, actúa en concordancia a ello.

Hasta hace poco, esta novela protagonizó su propio boom, con varias ediciones en seguidilla y una intensa promoción. Tomás González (Medellín, 1950), autor nada nuevo, recorrió las páginas de infinidad de revistas y suplementos literarios; pocos lo habían leído antes. Ya sin la agitación febril y la recomendación insistente de las maquinarias culturales, la novela no solo se sostiene por sí misma sino que se levanta y echa a andar.

Tomás González nos acerca a la vejez de un reconocido pintor, David, sumida en el desparpajo de la memoria, aún lúcida, y de la degeneración física. David se esfuerza por dejar escrito su recuerdo más intenso, la muerte  voluntaria de su hijo. Al mismo tiempo va comentando su proceso de escritura y va hilvanándolo con su rutina diaria actual, que es también un relato de su propia desintegración.

Al lector medianamente aficionado a los libros le vendrá inmediatamente a la cabeza esta referencia: Todos los fuegos el fuego, el cuento de Julio Cortázar. La luz difícil se trata de una narración de dos tramas que se entrecruzan, o cabría mejor decir que se entretejen, de principio a fin del libro. Estas historias que avanzan paralelas comparten estilo y, lo más importante, una preocupación, la del narrador, de profundizar en el tema de lo escrito. Difícilmente una trama sobreviviría sin la otra en el relato del argentino, y en la novela de González la separación es imposible, cada una  provoca y cuenta a la otra.

En una de las vías está David con su familia inmediata: Sara, Jacobo, Pablo y Arturo. En la otra, veinte años después, David se encuentra mayormente solo, compartiendo los largos instantes de su vejez con Ángela, su empleada doméstica, y el esposo y el hijo de ella. La novela, a pesar del desfile constante de nombres, es una aproximación al valor de la soledad, la cual le permite a David disfrutar de la compañía de personas diametralmente opuestas a él y del desarrollo de una autonomía, con múltiples formas de cariño, que poco podemos imaginar.

La mitad de la novela tiene lugar en Nueva York, en los años anteriores al atentado del 11 de septiembre. Uso esta fecha como referencia porque la da el narrador también, porque son el horror y la tragedia de ese día los únicos símiles que encuentra él para describir su propia angustia y el vacío instaurados en su hogar. Es más, la descripción de ese estado emocional  fracturado es tan complicada que David alcanza nada más a comparar ambas situaciones; los rostros desencajados y la incredulidad latente como cobija serán parte de lo que trata de describir.

La ciudad que leemos está ubicada en los noventa, con pequeños saltos hacia la década anterior a esa. David y su familia se acoplan bien a ella, a sus altibajos. Sara, la esposa de David, trabaja como consejera de salud para prevenir el sida, la epidemia que asola a Nueva York. Recordamos entonces que esta ciudad, la del Soho, la del West Village, la capital financiera del mundo, tiene también sus cicatrices latentes. Ya vimos a la Nueva York del sida en esa magistral insolencia que es Kids, la película de Larry Clark; y algo atisbamos en Éramos unos niños, la autobiografía de Patti Smith.

En un punto de la novela, cerca del final, David parafrasea un dicho taoísta, confesando: “Cuando tengo hambre como, bebo cuando tengo sed y cuando estoy triste me pongo melancólico”. En esa frase queda condensada la ética del narrador y su estado emocional de los días en los que se ha impuesto el deber de rememorar y contar con inútiles palabras lo que, según él, mejor le saldría pintado.

Atención: quien no ha leído la novela bien puede dejar de leer aquí, a continuación viene un spoiler con una reflexión sobre el final. Pero si está claro que el secreto de una buena lectura no está en la anécdota, entonces continúen tranquilos.

Se dice que Carl Jung exclamó antes de morir: “¡Qué maravilla!”. También se dice que las últimas palabras de Goethe fueron: “¡Luz! ¡Más luz!”. David, un pintor que ha luchado toda su vida por la visión adecuada de la realidad para plasmarla en su obra, ve apagarse, literalmente, la luz, se está quedando ciego, y en sus últimos momentos de lucidez emprenderá la tarea de legar (no sabemos a quién, ¿a nosotros, quizá?) su memoria, en un tortuoso camino hacia el final que concluirá con una escena entrañable: su asistente doméstica, Ángela, escribiendo por él la conclusión final, una sola palabra: “Marabilla”.

(*) Publicado en la sección Cultura del diario El Telégrafo, el 11 de marzo de 2013.