23.2.12

Siete minutos*

Subidas y bajadas del Paraíso. O ascensos y descensos del infierno. Porque en este barrio (o ciudadela, no quiero desvariar más con esta dicotomía barrio/ciudadela que puede parecer lo mismo pero que sin duda no lo es. Por ahora dejémoslo así, indistintamente barrio o ciudadela, como palabras sinónimas. Prometo, en una próxima crónica, aclarar este punto que encierra la comprensión, a través del lenguaje, de un sistema de condiciones que encierran a muchos guayaquileños) no hay transporte público y si no se tiene un carro propio entonces se sube y se baja, a veces literalmente, del paraíso-Paraíso o del infierno-Paraíso. Y claro, yo no tengo un auto mío, ni de mi hermana ni de mis padres. Yo tengo a duras penas una bicicleta. Una bicicleta que fue un regalo póstumo de un tío muerto en Navidad. Así que me he acostumbrado a subir y bajar a pie (bajar solamente con los pies en los pedales), tal como debe ser recorrida la ciudad, no hay otra manera.

El otro día, luego de terminar de hacer un examen sin profesora, fui con una compañera de clases a comer pizza a Urdesa. Luego de comer y de chismear (ese verbo tan guayaco) ella me pasó dejando por mi casa. Como ella iba para los Ceibos mi idea original era que me deje botado en algún lado del Albán Borja o en algún punto de la Carlos Julio, ya estoy tan acostumbrado a que me dejen por ahí -y que me recojan también- que es como si mi casa estuviera al pie, cruzando la calle, de la avenida. Sin embargo ella me dijo que no tenía ningún problema en llevarme hasta mi casa. “No te preocupes, yo subo esto caminando todos los días, no es nada”, le dije. Pero insistió, así que no agregué nada más. Cuando estuvimos al pie de mi casa me dijo algo así como: “Chuta, pana, sí era masomenos lo que tenías que subir”. Fue ahí cuando me di cuenta de que sí, que son casi 8 cuadras desde mi casa hasta la Carlos Julio, pero que nunca habían importado para mí. Es decir, siempre omito esas 8 cuadras de mi recorrido diario. Debe ser porque casi nunca pasa nada entre esos bloques: el recorrido no es más que una sucesión de casa tras casa tras casa. Este es un barrio de casas. No hay demasiadas tiendas, ni peluquerías, ni farmacias, ni licorerías, ni salas de billar, ni restaurantes. Solamente casas, una tras otra, que con el paso del tiempo parecen las mismas: todas conformando un solo bloque homogéneo incrustado en las faldas del cerro San Eduardo (¿Cerro San Eduardo?).

Durante mis primeros días de vivir en El Paraíso, hace tres o cuatro años, me tomé la molestia de cronometrar mi recorrido hasta la universidad. De los quince minutos que me toma pisar el suelo de mi facultad, siete los paso bajando mi barrio. Siete. Un poco menos de la mitad de mi recorrido lo ejecuto dentro de mi propio barrio. Durante estos siete minutos no hago más que caminar hasta la estación de la Metrovía. No están contabilizados los minutos que representan algún desvío momentáneo o cualquier imprevisto que se pueda presentar. Estos minutos me permiten observar un poco más la zona que habito, veo a la poca gente que recorre sus calles, a los skaters que se deslizan colina abajo, a los cuidadores de perros, al barrendero, al par de mendigos que suben y bajan como Jesucristo de este cielo inacabado. Por eso es que a veces lamento pedalear de una cuadra a otra perdiéndome todo lo que pueda pasar, y que de hecho pasa, entre este gerontológico urbano. También lamento cuando alguien me lleva a mi casa y se empeña en dejarme al pie, y no es por una falta de confianza o por no ceder a sus intentos de cortesía sino porque me quitan ese pequeño placer que es destinar siete minutos de entre las apretadas veinticuatro horas del día para caminar tranquilo viendo rostros indiferentes.

Y doy gracias a Quiensea porque hasta ahora no he podido corroborar la infame afirmación de mi padre: en Ecuador te encuentras delincuentes de cualquier parte del mundo. Acá no es así, hay cubanos, muchos cubanos hermosos, también gente de la India, Bangladesh, colombianos, gringos (de EEUU y Europa) pero todos barriendo para su vereda. Nadie, o casi nadie, se mete con nadie:

Mi vecino de enfrente es un predicador evangélico-guardián de casa en construcción y se ha metido a la cabeza la idea de evangelizar al barrio entero. Nadie le hace caso.

Otro vecino cultiva skunk peruana y a veces negocia debajo de mi ventana. Y nadie le hace caso.

Mis infra-vecinos (vivo en un segundo piso) son la copia guayaquileña de la familia de Malcolm in the middle. Sus peleas se escuchan varias cuadras a la redonda. Y una vez más: nadie les hace caso.

Otra vecina de enfrente incluso es mi tía, la hermana de mi padre. Y por cuestiones –familiares– que van más allá de mi comprensión tan solo nos saludamos cuando nos topamos en la calle.

Talvez yo que escribo esto sea el único que les hace caso. Ojalá no me lean. Ojalá muy poca gente lea este intento inefable de describir el Paraíso.

Y sigo. Hace un par de días (escribo esto desde una vieja computadora en casa de mis padres, el carnaval me desarmó tecnológicamente) en uno de esos recorridos diarios de siete minutos de duración iba yo muy intranquilamente subiendo por la calle 28 de mayo y un poco antes de llegar a una esquina vi algo en el suelo. Ese algo era grande, oscuro y sobretodo no era algo, era alguien. Serían cerca de las siete de la noche, yo llegaba de la universidad e iba maldiciendo al calor. El alguien botado cerca de la esquina era una mujer vestida de oficinista, yacía inconsciente en el suelo, justo detrás de un auto. La calle 28 de mayo no es muy concurrida, las únicas personas que por allí cruzan se dirigen a una empresa de servicio de internet (que para esa hora ya había cerrado), a un taller automotriz y a las pocas casas que hay por allí. Así que nadie, y espero que nadie, había visto a Alguien yaciendo en el suelo.

Con mi poca experiencia de primeros auxilios y rescates en situaciones extremas, comprobé rápidamente que Alguien tenía signos vitales, es decir, respiraba. No había vómito ni señas de nada que obstruyera las vías respiratorias. Tampoco golpes visibles ni reacción ante el movimiento. Así que coloqué a Alguien de lado, apoyando su cabeza sobre su propio brazo. No quería permanecer mucho tiempo en ese lugar, mi desconfianza me ganaba. Estaba listo para irme cuando vi llegar a un hombre con una funda de pan. Rápidamente le expliqué lo que había visto y hecho, y le dije que se quede mientras yo iba corriendo hacia el PAI en busca de ayuda (sí, uno a veces tiene fe en la policía). No esperé a que el hombre del pan me respondiera y empecé a correr.

Gracias a los exámenes no llevaba nada de peso en la mochila y en menos de un minuto estuve en el PAI, ubicado en la entrada principal del Paraíso, a una cuadra de la Carlos Julio. Mientras recuperaba el aliento iba soltando palabras. Creo que no me entendieron. No me molestó porque a mí casi nunca nadie me entiende o me escucha pero me tranquilicé cuando un hombre de bigote salió del PAI, se subió a una moto y me gritó: ¡Vamos!

El hombre de bigote en realidad es un hombre de bigote cubano. Pertenece a la asamblea del barrio y siempre está junto a los dos policías del PAI colaborando (o quién sabe, ahora pienso que organizándolos). Enseguida estuvimos nuevamente al lado de Alguien y el hombre del pan nos miró aliviado. Luego llegó uno de los policías. Una vez más expliqué lo que había pasado, o lo que suponía había pasado, mientras el cubano de bigote sostenía a Alguien, que poco a poco iba reaccionando favorablemente.

Finalmente Alguien estuvo consciente, pudo sentarse y comprender en dónde estaba y por qué. Y alguien también la reconoció. Lamento mucho no recordar su nombre aunque talvez sea mejor así, Alguien no era alguien cualquiera y pienso que su historia no merece el mismo tratamiento que Holguín querría para su tabloide (aunque no es suyo y ya se retiró pero ustedes entienden la idea). Uno de los policías llevó a Alguien hasta su casa. El cubano también la conocía. Menos yo. Yo no conozco a muchos de esta ciudadela, aunque tenga más experiencias para contar que muchos de ellos. A la final, el chisme nunca ha sido mi especialidad.

Y así fue cómo siete minutos inocentes se transformaron en poco más de media hora de desasosiego. Luego llegué a mi casa, me duché y cualquier cosa que me pudo haber molestado la conciencia en ese momento la olvidé con el internet. Pero nunca dejaré de recordar a Alguien en el suelo, abandonada (¿olvidada?) por sus vecinos, así como tampoco olvidaré al hombre cubano de decisiones rápidas. No me siento ningún héroe, tal vez porque no alcancé a recibir gracias de nadie, me fui antes de que empiece el parloteo. Cuando el policía llevó a Alguien en su moto hasta su casa, y pude ver en sus ojos que todo estaba bien, volví a empezar donde todo se había paralizado: caminé de vuelta a mi casa, intranquilamente.

A veces visualizo a mi barrio como un hotel. O una sala de velaciones. O un cementerio donde los niños van a jugar. Lo que importa son las visitas. No importa el estado del colchón ni la iluminación ni el agua que sale de tal o cual tumba. Los que crean la historia son aquellos quienes asaltan este Paraíso inmóvil y lo llenan de sus historias únicas e irrepetibles. Así es éste, mi Paraíso-infierno. Como esas películas de suspenso en donde nunca ves al monstruo, pero está ahí, tú sabes que está ahí. Y es ese monstruo que al llegar crea los discursos más hermosos e inolvidables. Como el joven que entra por la ventana de la chica que ama, o los vecinos que conversan divertidamente apoyados en la baranda de su propio balcón. Cada noche una aventura diferente; siempre la misma vía. Yo también tengo mis historias de ventanas.

(*) Publicado en Gkillcity, portal de periodismo alternativo, el 23 de febrero de 2012.